Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia.
El hombre no está asegurado por sus riquezas.
El Señor manifiesta su disgusto por culpa de las mezquindades que conducen la vida corriente a la mediocridad.
Donde reinan pautas ajenas al amor auténtico, generadoras de las falsificaciones del amor, Jesús denuncia su peligrosidad: «Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas» (Lucas 12, 15).
Llamarnos a la realidad, como lo hace el Señor, de manera tan dramática y desencarnada, es un acto de piedad.
La parábola del rico satisfecho e insensato, no parece alcanzar para disuadir a quienes siguen acumulando, no siempre de manera correcta, para perderlo todo de inmediato.
Los proyectos de una vida plácida y colmada de los bienes acumulados, son abruptamente anulados por la muerte: «Pero Dios le dijo: ¡Insensato, esta misma noche vas a morir’. ¿Y para quien será lo que has amontonado? Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios». (Lucas 12, 20-21)
- La muerte inevitable.
Hemos conocido la muerte de personas que parecían haber conquistado el mundo.
La acumulación de grandes fortunas y de mucho poder no alcanzó para frenar la embestida irrefrenable de la muerte: «Esta noche vas a morir».
Si sus corazones no se dispusieron, para el encuentro con el Señor, ¿de qué les sirvieron los cuantiosos bienes acumulados?
Muchos dicen no temer a la muerte. La muerte es el umbral entre el hoy y el más allá. Es más fácil -e irresponsable- negar la existencia de lo que sobreviene.
Hay vida después de esta vida, la nieguen los hombres o crean en ella, no admite exenciones entre creyentes y ateos, buena gente y mala gente.
San Francisco de Asís se lamentaba ante quienes morían en pecado mortal. Sin embargo Dios abre todos los caminos de acceso a la gracia y al perdón. Basta decirle que lo amamos para que se produzca inmediatamente una verdadera transformación.
La escena de Dimas dirigiéndose humildemente a Jesús, crucificado junto a él, es la prueba innegable.
La cultura de la muerte que marca nuestro actual comportamiento causa un estado de insensibilidad frente a la verdad revelada por Cristo.
- Reconocer la existencia de un Dios personal.
Creer en Cristo es adoptar su enseñanza y dejarse conducir, intelectual y moralmente, por ella.
Las pruebas, como lo anticipábamos, son contundentes. ¿Por qué, entonces negar la realidad? ¡Qué poca inteligencia indica un comportamiento contrario a la existencia de la eternidad!
La misión evangelizadora de la Iglesia se concentra en orientar la vida del mundo a un encuentro eficaz con su Dios y Creador, revelado en su Hijo divino encarnado.
No es la mera exposición de una teoría religiosa de libre opción. Consiste en reconocer la existencia de Dios, y mantener una relación personal con Él. No es una idea, y menos aún una representación simbólica. Dios es un Ser personal, más real que cada uno de nosotros. No está sometido a discusión. Está presente en la Creación y, a causa del pecado, se encarna en Jesucristo para «quitar el pecado del mundo».
El amor remueve las entrañas paternas de Dios e inspira la impresionante gesta redentora.
La Cruz de Cristo es la prueba definitiva de la inmensidad del amor de Dios al mundo: «Sí, Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Juan 3, 16). - El juicio de la Verdad.
El Evangelio no viene a aguachentar la loca fiesta de un mundo que se emancipa de Dios. No viene a fustigar ni a juzgar sino a salvar: «Al que escucha mis palabras y no las cumple, yo no lo juzgo, porque no vine a juzgar al mundo, sino a salvarlo» (Juan 12, 47).
Un creyente que juzga y condena al pecador contraría la misión y comportamiento de Jesús.
Salvar al mundo es ofrecerle todos los accesos a la Palabra de Vida.
Finalmente es la misma Palabra la que juzgará al mundo: «El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien lo juzgue: la Palabra que yo he anunciado es la que juzgará en el último día» (Juan 12, 48).
Es la Verdad misma, incuestionable, la que discernirá, en la conducta de las personas, las coherencias e incoherencias que portarán en el último día. Ese «último día» llegará a todos inevitablemente: «Esta noche vas a morir».
* Homilía del domingo
31 de julio.
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