Una parábola dramática.
Es ésta una parábola por demás expresiva.
Los dos personajes que se describen en ella, constituyen dos extremos: el pobre Lázaro y el hombre rico «epulón».
La carencia del amor a Lázaro, por parte del rico, resulta una tragedia para el circunstancial afortunado.
El relato de la parábola es dramático: la injusticia que padece un pobre enfermo, a quien se le niegan las migajas que caen de la mesa del hombre rico, es una expresión de la escandalosa desigualdad que separa a uno de otro.
Pero llega inevitablemente el momento de las remuneraciones y castigos. La ley universal de la muerte pone las cosas en su lugar y, en este caso, a las personas: «El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado.» (Lucas 16, 22). Dos situaciones inmodificables.
Se piensa poco en ellas. Más bien, se las disimula con un bullicio ensordecedor. Somos testigos consternados de lo que ocurre cotidianamente en nuestra sociedad. Se reproduce la escena de la parábola.
- La virtud evangélica de la pobreza.
Jesús advierte que no podemos descuidar la justicia, que nivela a todos hombres y mujeres en dignidad.
La fortuna, y lo que logra la misma, no hace más respetables a sus poseedores. Les exige ser más solidarios y capaces de compartir sus bienes espirituales, culturales y económicos con los otros.
La pobreza, que algunos llaman «pobrísimo», no se identifica con la virtud evangélica, propuesta en las bienaventuranzas: «Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.» (Mateo 5, 3).
La consecuencia de ese desnivel o desigualdad, si no es resuelta en la tierra, debe encontrar, tarde o temprano, su restauración más allá del tiempo.
El juicio consiste en la confrontación entre el bien y el mal. Quienes han obrado bien logran un destino bienaventurado y, quienes han obrado mal, uno muy desventurado.
La lectura de la parábola causa escalofrío: «En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos (el rico) y vio de lejos a Abraham y a Lázaro junto a él» (Lucas 16, 23).
La enseñanza de Cristo es comprensible; la simplicidad del lenguaje parabólico facilita el conocimiento de una realidad que sobreviene, sin hacerse esperar.
- Moisés y los Profetas.
Otra invalorable lección se refiere a la autoridad de los Santos y Profetas. Es insustituible la Palabra, mucho más que los hechos milagrosos.
En su desesperación aquél, otrora rico, busca salvar a sus hermanos, tan extraviados como él lo había estado. Al fracasar en su pedido de auxilio para sí, manifiesta el temor de que sus hermanos corran su misma suerte. Sugiere que Lázaro les avise y promueva su conversión: «Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento» (Lucas 16, 27-28). No es el camino correcto que su familia sea advertida por Lázaro. La respuesta de Abraham parece señalar un sendero más cruel y, en apariencia, menos eficaz. No obstante, no se dispone de otro: «Tienen a Moisés y a los Profetas, que los escuchen.» (ibídem 16, 29).
La réplica del pobre condenado no se deja esperar: «No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán» (ibídem 16, 30). La respuesta del Patriarca es aleccionadora: «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán» (Ibídem 16, 31).
- La Palabra apostólica y la santidad de los cristianos.
La Palabra pronunciada por la Iglesia, y testimoniada por los Santos, es la ruta elegida para que se produzca un llamado eficaz a la conversión.
Hoy, la Palabra apostólica, y el testimonio de santidad de los cristianos, hacen las veces de Moisés y los Profetas.
El mundo actual necesita escucharlos para «convencerse» de la Verdad revelada. Es cuando Cristo hace efectiva la Redención.
Quienes buscan hechos extraordinarios, para hacer depender su fe de ellos, no llegarán a la conversión: «no se convencerán».
Para ello, será preciso que el Ministerio apostólico y el testimonio de santidad de los cristianos, se expresen públicamente. Los hombres y mujeres de nuestro tiempo privilegian la palabra de los modernos profetas a los discursos altisonantes de los políticos.
Únicamente así será consistente su fe y lograrán la conversión.
* Homilía del
domingo 25 de septiembre
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