Por Jaime Rodríguez Arana
Una de las características más sobresalientes del espacio de centro, junto al pensamiento abierto, la metodología del entendimiento, al uso de la razón, y el sentido de la realidad, es la sensibilidad social. En efecto, las prestaciones sociales, las atenciones sanitarias, las políticas educativas, las actuaciones de promoción del empleo, son bienes de carácter básico que un gobierno que discurra en el espacio político del centro debe poner entre sus prioridades políticas, de manera que la garantía de esos bienes se convierta en condición para que una sociedad libere energías que permitan su desarrollo y la conquista de nuevos espacios de libertad y de participación ciudadana.
Este conjunto de prestaciones del Estado, que constituye el entramado básico de lo que se denomina Estado del bienestar, no puede tomarse como un fin en sí mismo. Esta concepción, bien conocida y bien cercana, se traduce en una reducción del Estado al papel de mero y exclusivo suministrador de servicios, con lo que el ámbito público se convertiría en una rémora del desarrollo social, político, económico y cultural, cuando debe ser su impulsor.
Además, una concepción de este tipo, en que el Estado fuese un mero suministrador de servicios, no promovería el equilibrio social necesario para la creación de una atmósfera adecuada para los desarrollos libres y solidarios de los ciudadanos y de las asociaciones, sino que conduciría más bien al establecimiento de una estructura estática que privaría al cuerpo social del dinamismo necesario para liberarse de la esclerosis y conservadurismo que acompaña a la mentalidad de los derechos adquiridos.
Las prestaciones, los derechos, tienen un carácter dinámico que no puede quedar a merced de mayorías clientelares, anquilosadas, sin proyecto vital, que pueden llegar a convertirse en un cáncer de la vida social. Las prestaciones del Estado tienen su sentido en su finalidad, que va más allá de subvenir a una necesidad inmediata. Por eso las reformas que precisamos no son tanto formales, sino materiales, de índole cultural.
Sírvanos como ejemplo la acción del Estado en relación con los colectivos más desfavorecidos, en los que -por motivos diferentes- contamos a las mujeres, los marginados, los parados, los pobres, los mayores. Las prestaciones del Estado nunca pueden tener la consideración de dádivas mecánicas, más bien el Estado debe propiciar con sus prestaciones el desarrollo, la manifestación, el afloramiento de las energías y capacidades que se ven escondidas en esos amplios sectores sociales, y que tendrá la manifestación adecuada en la aparición de la iniciativa individual y asociativa. Justo lo contrario de esa perspectiva clientelar que todavía persiste por el miedo a la libertad y por el deseo de control social tan de moda.
Un planteamiento de este tipo permite afirmar claramente la plena compatibilidad entre la esfera de los intereses de la empresa y de la justicia social, ya que las tareas de redistribución de la riqueza deben tener un carácter dinamizador de los sectores menos favorecidos, no conformador de ellos, como muchas veces sucede con las políticas asistenciales del Estado. Además, permitirá igualmente conciliar la necesidad de mantener los actuales niveles de bienestar y la necesidad de realizar ajustes en la priorización de las prestaciones, que se traduce en una mayor efectividad del esfuerzo redistributivo.
En este sentido, el espacio de centro se configura también como un punto de encuentro entre la actuación política y las aspiraciones de la gente. Bien entendido que ese encuentro no puede ser resultado de una pura adaptabilidad camaleónica a las demandas sociales. Conducir las actuaciones políticas por las meras aspiraciones de los diversos sectores sociales, es caer directamente en otro tipo de pragmatismo y de tecnocracia, es sustituir a los gestores económicos por los prospectores sociales.
La prospección social, como conjunto de técnicas para conocer más adecuadamente los perfiles de la sociedad en sus diversos segmentos, es un factor más de apertura a la realidad. La correcta gestión económica es un elemento preciso de ese entramado complejo que denominamos eficiencia, pero ni una ni otra sustituyen al discurso político. La deliberación sobre los grandes principios, su explicitación en un proyecto político, su traducción en un programa de gobierno, da sustancia política a las actuaciones concretas, que cobran sentido en el conjunto del programa, y con el impulso del proyecto.
Las políticas centristas se hacen, pues, siempre a favor de las personas, de su autonomía -libertad y cooperación-, dándole cancha a quienes la ejercen, e incitando o propiciando su ejercicio -libre- por parte de quienes tienen mayores dificultades para hacerlo. Acción social y libre iniciativa son realidades que el pensamiento compatible capta como integradoras de una realidad única, no como realidades contrapuestas. Si el pensamiento plural, abierto, dinámico, crítico y complementario tuviera más prestigio y seguimiento, otro gallo cantaría.
Las políticas centristas no se hacen pensando en una mayoría social, en un segmento social que garantice las mayorías necesarias en la política democrática, sino que las políticas centristas se dirigen al conjunto de la sociedad, y cuando están verdaderamente centradas son capaces de concitar a la mayoría social, aquella mayoría natural de individuos que sitúan la libertad, la tolerancia y la solidaridad entre sus valores preferentes, y por encima de cualquier clase de dogmatismo. Justo lo contrario de lo que acontece en estos pagos. Qué pena.
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