- El amor de Jesús a su Padre Dios.
¡Cuánto amor profesaba Jesús a su Padre! Por eso le obedecía en todo, incluso cuando debió aceptar la Cruz. No disimula su admirable sujeción al Padre y su gozo de estar «la noche en oración con Él» (Lucas 6, 12).
Su constante exhortación a hacer la voluntad del Padre procede de su honda convicción filial. Su misión es ejecutada con ese único propósito. Su parábola del padre bueno o el hijo pródigo se convierte en la expresión de que, yendo al encuentro de los pecadores, declara que es esa la razón de su venida: «Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan» (Lucas 5, 32).
El hombre y la mujer contemporáneos, y gran parte de la sociedad moderna, constituyen el hijo alejado, postrado por causa del pecado -que es abandono de la casa paterna- ha sido reducido a una extrema pobreza, desorientado y espiritualmente debilitado. Porque es el Hijo, busca a sus hermanos para contarles que el Padre anhela que regresen a la verdadera Casa paterna. «Si, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Juan 3, 16).
- «El que me ha visto, ha visto al Padre».
Para que Jesús cumpla la misión que le encomendó el Padre, debe ser conocido -a través de su condición humana- como Dios.
Es interesante el diálogo que Felipe mantiene con el Señor: «Felipe le dijo: Señor muéstranos al Padre y eso nos basta. Jesús le respondió: Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿Y aún no me conocen? El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan 14, 8-9). Se manifiesta su divinidad, en el mismo texto de Juan.
La unión con su Padre, desde toda la eternidad, se expresa en su devoción y unidad con el Padre en el tiempo y en su condición humana: «¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? (Juan 14, 10). Es constante la manifestación de su identidad de Hijo de Dios. Así el mundo debe reconocerlo. La mediación de su Iglesia es puente para el reconocimiento de su divinidad. Lo hemos repetido hasta el cansancio. No existe otro camino de salvación que Cristo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí» (Juan 14, 6).
Cuánto cuesta reconocerlo, en un mundo aturdido por ideologías ajenas o contrarias al Evangelio. El materialismo, en todas sus acepciones, ensombrece la sincera búsqueda de Dios. Es el neo paganismo la oposición a la prédica de la Iglesia. Es grave su expansión diabólica, tan camuflada, incluso entre muchos que se auto denominan católicos.
- La obediencia al Padre nos hace hermanos de Jesús.
Todos sus discípulos, al ver y escuchar a su Maestro, adoptan su principal devoción al Padre y su docilidad al Espíritu Santo. Pero Jesús va mucho más allá. Cuando María y sus parientes quieren entrevistarlo, sorprende a todos con una expresión difícil pero de una diafanidad admirable: «Todavía estaba hablando a la multitud, cuando su madre y sus hermanos, que estaban afuera, trataban hablar con Él. Alguien le dijo: tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren hablarte. Jesús le respondió: ‘¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?’ y señalando con la mano a sus discípulos, agregó: Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre, que está en el Cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mateo 12, 46-56).
Es tan esencial, en las exhortaciones de Jesús, hacer la voluntad del Padre que quienes la cumplen, constituyen su familia. Se establecen vínculos superiores a los de la sangre. Existe una excepción, el de María, su Madre Santísima. Ella es su principal familiar, infinitamente mayor que los otros, porque en ella converge su amor y obediencia al Padre y su misteriosa maternidad divina.
- Jesucristo es el Señor.
Reiteramos la necesidad de la fe en Cristo: «¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?» (Juan 14, 10). De esa manera comprobamos la identidad divina de Jesús. Todo el mundo tiene necesidad de reconocerlo como es.
Muchos hombres y mujeres de nuestra época lo descartan para reemplazarlo por sus ídolos: el placer, el dinero, la fama y el poder, entre otros.
Es preciso que se conviertan de los ídolos al verdadero Dios.
Jesucristo es el Señor. Su presencia, aunque invisible y únicamente captada por la fe, es más real que todo lo que vemos y tocamos. El Padre nos ama, manifestándonos su amor en Jesucristo. La Cruz de Cristo es la máxima expresión del amor del Padre.
Es necesario que vayamos al Padre Dios, por el único sendero: Cristo Jesús.
* Homilía del
domingo 7 de mayo
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