Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
Jesús se conmueve ante el modo de obrar de su Padre.
En este breve texto evangélico, escrito por San Mateo, Jesús no disimula su emoción al reconocer el singular comportamiento del Padre: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido» (Mateo 11, 25).
El Padre cumple su propósito misericordioso mediante su Enviado, el Verbo Encarnado. Cristo es el Enviado del Padre y, por lo mismo, el único Salvador de los hombres. Esta Verdad debe ser expuesta al mundo, para que todos tengan la oportunidad de ser confrontados y salvados por Ella.
Será preciso aprender -de los «pequeños»- a recibir y a entender la Palabra de Dios que se les transmite. Consiste en escuchar a Jesús, el depositario y encarnación de la Palabra: «Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mateo 11, 27).
- Los pequeños y humildes.
Las relaciones de Dios con los hombres constituyen un misterio a descubrir.
Quienes se consideran ideológicamente inventores de la verdad, se apartan del conocimiento de la Verdad. Los «pequeños» -o aprendices- son quienes tienen acceso a la revelación del Padre.
Jesús se emociona al comprobar que únicamente los humildes y pequeños obtienen la capacidad de aprender lo que la Palabra contiene. Hoy también.
Sin embargo los «grandes» de este mundo aún creen no necesitar a Dios que les revele el misterio oculto. Sin embargo, el Padre los ama tanto que insiste en darles a su Verbo y hacerse conocer: «Sí, Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Juan 3, 16). Cristo revela el amor del Padre.
El mundo necesita ser notificado de esa Verdad revelada, por cierto únicamente abordable para quienes son pequeños y humildes.
Su presupuesto imprescindible es la humildad. Difícil virtud, aún entre quienes se consideran creyentes, y hasta con cierta responsabilidad en la transmisión de la Palabra. La humildad ilumina a los sabios y sostiene a los santos. Es de muy difícil adquisición.
- Los criterios de Dios.
Los pobres de las «bienaventuranzas» marcan el rumbo cierto a la santidad y a la sabiduría.
Es lamentable que se descarte, aún dentro de la Iglesia, lo que Jesús destaca y pondera. El Señor revela lo que el mundo desprecia y que el Padre privilegia. Los grandes de verdad son los pequeños.
La pequeñez no es timidez, ni apocamiento, es toda certeza y verdad.
Recuerdo la respuesta que dio el Cardenal Martini a unos periodistas, poco antes de su muerte: «¿Qué aconsejaría usted a un nuevo Sumo Pontífice ante la enorme responsabilidad de gobernar la Iglesia? El sabio y virtuoso Cardenal no titubeó: «Que elija doce santos y gobierne a la Iglesia con ellos». Es lo que hizo Jesús al elegir a sus apóstoles: los purificó de sus miserias, los santificó, fundó sobre ellos su Iglesia y con ellos la gobernó hasta hoy.
Aplicar este criterio requiere la clarividencia del divino Maestro. No existe otro criterio, si deseamos que la Iglesia cumpla su misión evangelizadora en el mundo actual.
El texto de Mateo nos brinda la oportunidad de hacer un examen sincero, y proponer un oportuno regreso al Evangelio. La renovación requiere volver a las fuentes y recibir de ellas la gracia y la verdad. Muy lejos de un borrón y cuenta nueva, que incluye dejar el pasado atrás para innovar, con un irresponsable rechazo de toda experiencia histórica anterior.
- La paciencia y humildad de Jesús.
La misión pastoral de Jesús está orientada a apacentar las ovejas, afligidas por los trabajos del día y asediadas por un mundo transgresor y sin rumbo.
Las exigencias evangélicas constituyen motivo de reparo para quienes temen a las dificultades y están tentados a ceder al desánimo: «Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrará alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana» (Mateo 11, 28-30).
Cristo es la protección contra los graves conflictos suscitados por el mal. Sus mandatos constituyen un yugo suave para quienes creen en Él. Creer en Él es aprender de Él, y llevar a la práctica sus enseñanzas. Su propio comportamiento garantiza que es posible el cumplimiento de sus directivas y exhortaciones: «Aprendan de mí».
- Homilía del
domingo 9 de julio
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