Este medio lo dijo desde el inicio mismo de la gestión. Para interpretar al presidente Javier Milei hay que analizar su perfil. Él mismo reconoció en el mensaje de la asamblea ser un animal muy distinto a los demás. El error de los políticos fue buscar acuerdos con la lógica natural de la política, algo con lo que Milei no comulga. Es un antisistema por naturaleza. Un transgresor con un estilo y un lenguaje deliberadamente provocativo que le ha servido para lo más difícil que enfrenta un político, que es llamar la atención y terminar perforando la natural indiferencia de la gente frente a lo que los políticos dicen por los medios. Ahí radica el secreto de instalación en tan poco tiempo, y el hecho que concita la atención porque además pega donde la gente quiere que pegue, y lo hace con una sobreactuación calculada que hasta el enojo que parece evidenciar no es sino una estrategia para captar la atención.
A esta circunstancia debe atribuirse el enorme interés público que despertó su mensaje el viernes por la noche desde el Congreso de la Nación. Nunca antes la palabra de un Presidente fue tan esperada, al punto que batió todos los récords de rating superando los 50 puntos, más incluso que la final entre Argentina-Francia por la copa del mundo.
Es posible que se trate apenas de un estilo de comunicación: para lograr visualizaciones es necesario titular con ese énfasis, con ese dramatismo. Hay motivos para considerar que, además, puede estar describiendo un fenómeno real. La Argentina tiene, efectivamente, un presidente muy emocional que todo el tiempo pone huevos, explota, rompe en llanto, estalla y pronuncia discursos históricos. En las últimas cuatro semanas, sin ir más lejos, Milei se peleó violentamente con Lali Espósito, con María Becerra, con todos los diputados opositores, con Silvia Mercado, con Nacho Torres, con otros gobernadores, lloró de emoción al abrazar a Donald Trump durante un viaje relámpago a Washington, mientras dedicaba un promedio de dos horas y media diarias a las redes sociales que por momentos fueron bastante más.
En ese periplo electrizante, Milei ha logrado un éxito rotundo: ocupa el centro del escenario, es el dueño absoluto de la agenda de discusión pública, se transformó en un líder. Una evidencia de todo eso es el rating del discurso del viernes que fue récord para cualquier cosa que no haya sido un partido definitorio de la Selección. La segunda evidencia es lo que ocurre con la opinión pública. La sociedad argentina vive días muy duros, con una inflación altísima, y recortes brutales de salarios y jubilaciones. Sin embargo, el respaldo a Milei no cede sustancialmente. La magia que lo llevó a la Casa Rosada, en fin, no se ha diluido. En esos dos fenómenos, el rating que genera y la aprobación que reflejan las encuestas anidan dos preguntas centrales para analizar este proceso. Una: ¿Por qué le creen? Dos: ¿Cuánto durará el influjo? El discurso pronunciado por Milei ofrece varias claves sobre lo primero. Milei eligió un enemigo visible, al que provocó, desafió, patoteó y humilló durante 73 minutos. Ese enemigo es la clase política tradicional y sus aliados, los «empresarios prebendarios», los sindicalistas, los piqueteros y los periodistas ensobrados.
En su mensaje ante el Congreso de la Nación, más dirigido al pueblo mismo por la televisión el viernes por la noche abundó en la idea que más le rinde. «No saben sumar», «son ricos», «un sistema que sólo puede generar pobres y a costa de ellos produce una casta privilegiada que vive como si fueran monarcas». Su bancada le gritaba a las demás: «La casta tiene miedo, la casta no aplaude». La andanada funciona, obviamente, porque los políticos tradicionales han gobernado mal y, al mismo tiempo, muchos de ellos se regodearon en conductas obscenas que los demás toleraron. O sea que Milei denuncia algo que ocurrió y ocurre, que indigna a la mayoría y que la sola mención identifica al personaje con el sentir del pueblo.
Más allá de si él es o no sincero en esa batalla, o si él pacta como lo hace con sectores poderosos de la casta, o si usa ese discurso para imponer un sistema más injusto aún que el actual, más allá de todos esos debates legítimos, la casta existe. ¿Cómo no se le ocurrió a alguien, antes que a él, eliminar los cargos sindicales eternos, la cantidad infinita de asesores de legisladores, los autos en el Estado, los viajes en aviones privados, entre otros beneficios absurdos?
En los equipos oficiales lo tienen claro: Milei gana cuando sobreactúa el enojo con los políticos. Y esa lógica le ha permitido desplazarse sin mayores sobresaltos durante los meses de su gobierno que, según su perspectiva, serán los más difíciles. Si sus proyectos son aprobados, bien. Si no lo son, eso refleja el poder de los enemigos del pueblo y habrá más costo social. Pero la culpa no será de sus medidas, o de su incapacidad de negociar sino de los intereses oscuros que le impiden avanzar. Gana si gana y gana si pierde. Lo mismo con el así llamado Pacto de Mayo. Si se lo firman, bien. Y si no, pobre de ellos. Ese fue el eje de su discurso: les ofrezco que me obedezcan -les dijo- y si no lo hacen tronará el escarmiento. Un ejemplo es elocuente. En el primer intento no logró desarticular los llamados fondos fiduciarios a los que llamó las cajas negras de la política que, en un corte transversal, hizo que legisladores de distintos espacios actúen en tácito acuerdo para abortar la iniciativa del Gobierno. Con la instalación que se logró en todas estas semanas respecto al trasfondo de estas cajas negras difícilmente una nueva votación por los mismos legisladores los encuentre en la misma posición. Han quedado muy expuestos frente a una sociedad que cada vez sigue más de cerca todo lo que implique privilegios, o tenga el tufillo de negocios turbios que involucran a los políticos. Todos estos dilemas, desafíos, cuellos de botella, problemas estructurales hubieran puesto a prueba a cualquier candidato que asumiera el 10 de diciembre. Milei navega entre ellos con elegancia gracias a su relato bíblico tanto en su contenido como en la forma que lo expresa y su particular profesionalidad para manejarse frente a las cámaras de televisión o en su incursión en las redes que a la vez le sirven para medir el pulso de las reacciones de la gente.
Eso, además, le permite licuar todos los debates. Esta semana, por ejemplo, María Migliore -la ex encargada de urbanización de villas en Caba- explicó que el violento recorte de presupuesto para los barrios populares le deja el territorio libre a los narcos. No importa. No se escucha.
El Gobierno desfinancia a las universidades, al mantener el mismo presupuesto del año pasado, o desregula el precio de las prepagas.
No se escucha
El Presidente valida descalificaciones a un gobernador rebelde en las que se lo compara con alguien con síndrome de Down, o celebra que «se lo están cogiendo» en un canal de noticias, o lo humilla con una ilustración donde aparece en cuatro patas mientras el Presidente «lo mea», o manipula las cifras de la pandemia o desafía a los familiares de desaparecidos en el Congreso.
No importa
Esas cosas, hoy, no se escuchan. La gente escucha si la otra campana, la del Presidente, un showman al decir de Cristina Kirchner quien, valido es decirlo, profesa una profunda admiración por el personaje, que contrasta con el desprecio que siente hacia Mauricio Macri.
¿Durará el influjo?
Lo primero que se puede decir es que viene durando mucho tiempo, desde mucho antes de la asunción. Es difícil de pensar que ese fenómeno profundo se disipe con rapidez. Lo segundo es que eso dependerá del destino de un plan económico muy audaz y doloroso en el que sobresale el apoyo del arco empresarial y el respeto que en el exterior se ha generado, respeto que se afianzara si los políticos contribuyen dando el marco legal a las reformas que se propugnan y que los mercados aplauden.
Para cada adversidad, Milei tiene a mano un antídoto que, por ahora, funciona a full.
«Los políticos son unos parásitos». Es, ni más ni menos, lo que la gente quiere escuchar.
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