Hoy la Iglesia celebra el 3° Domingo del tiempo de Cuaresma, que concluirá en los días supremos del cristianismo, los de la Pascua, y en su homilía sobre el Evangelio según San Luchas, capítulo 13, del versículo 1 al 9 (Lucas 13, 1-9), el arzobispo emérito de la Arquidiócesis de Corrientes, monseñor Domingo Salvador Castagna, expresó:
1.-Advertencia de Jesús, desoída por los hombres. Dos temas fundados en hechos históricos: aquellos galileos, cuya sangre es mezclada con las ofrendas del Templo y quienes habían sucumbido bajo los escombros de la torre de Siloé: “¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todas acabarán de la misma manera” (Lucas 13, 2-3). Impresionante advertencia, que es desoída por un gran número de personas, que se pasean desaprensivamente de pecado en pecado, unos más graves que otros. Basta observar la realidad humana circundante para comprender la severa advertencia de Jesús. Nadie se libra de las dolorosas consecuencias del pecado, aunque no aparezcan de inmediato. La buena gente se pregunta por qué los malhechores, de diversas nominaciones, parecen felices e impunes, cometiendo crímenes incalificables. El novelista Fiódor Dostoyevsky hace una dramática exposición del tema, en su famosa novela homónima: “Crimen y castigo”, convertida en un clásico de la literatura rusa. Dios no es vengativo, es justo, y su justicia es amor. En nuestra pobre nomenclatura legal convertimos la justicia en revancha. En cambio cuando es amor, como la de Dios, no se detiene en lo emocional. Te amo, porque te amo. Podemos estar seguros de que no existe pecado que permanezca impune, aunque escape al control de la justicia humana. En Dios se establece una perfecta armonía: amor, justicia, perdón y verdad. Nuestra proclividad al desorden y a la incoherencia nos pone al borde de convertir en impracticables los valores mencionados. Jesús nos manifiesta que no es así. Exhorta a “amar a los enemigos”, a “perdonar a quienes nos hacen daño”, a “no juzgar”. Quienes escogen el noble ejercicio de la justicia procuran evitar el error de absolver al culpable; sin negarle, no obstante, el derecho que lo asiste como persona humana. Difícil equilibrio que lo deben lograr quienes consideran su deber juzgar y sancionar. Quienes delinquen son los agresores injustos de las personas que dañan. El auténtico orden social debe resguardarse de tales delincuentes con justas sanciones.
2.-Somos todos pecadores y debemos convertirnos. Las enseñanzas de Jesús, abren una nueva perspectiva a las relaciones entre las personas. No constituye una simple alternativa, es lo que Dios quiere. Es preciso adoptar la voluntad del Padre en nuestro comportamiento en sociedad. Conviene comprobar que somos pecadores, que debemos convertirnos, si deseamos evitar el castigo. La conversión nos conduce a la absolución de nuestros pecados. Impresionan las expresiones de Jesús, dirigidas a quienes lo escuchan: “¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabará de la misma manera”. (Lucas 13, 2-4) Dejamos de ser pecadores, cuando convertimos nuestras vidas en expresiones de amor a Dios y de servicio humilde al prójimo. La Iglesia nos ofrece, pedagógicamente, una selección de textos evangélicos, para asegurar lo que el Espíritu Santo no deja de revelarnos. Es preciso dejarnos inspirar, aprovechando el Tiempo fuerte de la Cuaresma. El llamado a la conversión es el contenido principal de la predicación de Jesús. Si sus oyentes no captan ese llamado, su esfuerzo misionero queda sin efecto. Hoy también, los mejores proyectos de evangelización no alcanzan la salvación, si no logran un efectivo cambio de vida. Ante la predica de la Iglesia, corresponde un examen sincero, que no deje al margen ninguna de sus exigencias. El Evangelio reclama un cambio de vida. Las primeras comunidades cristianas se identificaban por la vivencia ilimitada del amor fraterno. De esa manera se constituían en el testimonio de la presencia viva del Salvador. Como consecuencia, los hombres y mujeres honestos, adoptaban un cambio, capaz de testimoniar las enseñanzas de los Apóstoles y de la Iglesia. Debemos actualizar aquel saludable entorno social, en los cristianos actuales. Es la ocasión de que el fermento logre dar cuerpo a la masa. El fermento es la gracia que Cristo dispensa desde su Cruz y su consecuente Resurrección. Existen dificultades, prácticamente insalvables, no para Cristo, hombre y Dios. La historia de la fe muestra la eficacia de la gracia, que domina todo tipo de resistencia por parte del mundo. No hay pecado invencible para Dios. Es preciso confiar en la gracia de Cristo, y dispensarla a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Se produce mediante el Ministerio Apostólico, debidamente ejercido hoy por quienes deben desempeñarlo.
3.- Recuperar la fecundidad de la higuera. Echando mano al lenguaje parabólico, Jesús presenta una higuera que no produce fruto. Ante la decisión del dueño de la vid, en la que la higuera estaba plantada, de cortarla por inútil, dijo el viñador al dueño de la vid que le tuviera un poco más de paciencia: “Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra? Pero él respondió: “Señor déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así de fruto en adelante. Si no, la cortarás”. (Lucas 13, 7-9) La gracia que fecunda la vida de los hombres depende de Dios, pero, decidir aceptarla depende de la libre voluntad humana. La parábola es exacta. Corresponde a los viñadores remover la tierra y depositar en ella los nutrientes que la hacen fecunda. La Iglesia, a través del ministerio apostólico, es la gran viñadora que ruega al Dueño de la viña, un poco más de tiempo, con el compromiso de remover la tierra y fecundarla con la gracia de la Palabra y de los Sacramentos. La acción pastoral de la Iglesia, concretada en todas las instancias del ministerio apostólico, no es entendida fuera del marco de su competencia. Es preciso cuidar el cultivo de la espiritualidad cristiana, desde la conversión a la Eucaristía; desde el Bautismo a la práctica heroica de las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad. De esa manera, la “viñadora”, con la anuencia del Dueño de la viña, se dedica a remover la tierra y a fecundarla con los nutrientes que les otorga la capacidad de ofrecer al mundo frutos abundantes de verdad, justicia y santidad. La ausencia de fe inhabilita a muchos dirigentes de la sociedad para entender la importancia de la misión que la Iglesia debe desempeñar. Se la intenta confundir con grupos ideológicamente politizados que impiden entender dicha misión. Cuando se produce una merma en la espiritualidad, se agrava la confusión, incluso entre quienes debieran cultivarla. El espíritu profético, presente particularmente en los santos, es minimizado hasta hacerlo socialmente invisible. Dios suscita oportunamente hombres y mujeres, que expresan, con la vida y la palabra, la riqueza del Misterio Cristiano. Misterio que encubre la capacidad de resolver los grandes conflictos, originados por el pecado. La conversión, y el perdón de los pecados, abren en la historia – y en sus implicancias temporales – un tiempo cuaresmal que conduce a la salvación.
4.- La Iglesia es la presencia viva del Viñador. Jesús y su Iglesia representan al viñador, que suplica al Padre un poco más de tiempo para hacer – de la higuera estéril – un árbol florecido con frutos de justicia y santidad. La vida creyente se expone al cultivo paciente del empeñoso viñador: Cristo mediante su Iglesia. La labor que acompaña a la acción del mismo es responsabilidad del “como el sacramento” de Cristo (Vaticano II). Por el Bautismo todos somos copartícipes de esa necesaria labor. No podemos eludirla, como si fuera responsabilidad exclusiva de quienes ejercen los diversos ministerios. Componemos el Cuerpo Místico de Cristo y, necesariamente, desempeñamos su misión. Ésta consiste en remover la tierra y otorgarle la capacidad, mediante la Palabra y los sacramentos, de fecundar evangélicamente la vida del mundo.
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