«… No dejan de protagonizar los acontecimientos más destacados de la actualidad», advirtió el Arzobispo emérito, quien también apunta que «no debe alarmar a nadie el actual proceso histórico, con sus variaciones de esperanza de paz e incomprensibles desencuentros; Jesús lo ha predicho previendo los ataques continuos de sus tradicionales enemigos, que también afectan a sus seguidores.
Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
Cristo, el enviado del Padre.
- Jesús revela el protagonismo del Padre en el movimiento de quienes se acercan a Él. Sus vecinos necesitan superar la incredulidad que la cercanía causa en la lectura de lo que ven y tocan.
Ese Ser extraordinario no acaba de llegar en una nave intergaláctica. Lo conocen desde siempre, pero, no lo suficiente: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: ‘Yo he bajado del Cielo'»? (Juan 6, 42).
Su misión es convencerlos de que es el enviado del Padre. Para su reconocimiento el mismo Padre debe atraerlos a Él: «Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré el último día» (Ibídem 6, 44). Con pocas palabras, misteriosas y expresivas, se autoidentifica como Dios, ya que se atribuye el poder divino de resucitar a los muertos.
- Jesús cura a los enfermos. Necesitamos recibir la palabra de Cristo, capaz de trascender su expresión literaria y didáctica para convertirse en artesanía de santidad.
Él, por el don de su Espíritu, hace santos. Produce cambios esenciales en la naturaleza humana, aun en quienes padecen deterioros profundos, prácticamente insanables.
Jesús cura a los enfermos, eliminando el pecado y suministrando la gracia. Lo hace sanando la libertad de la persona humana, para que ella misma corrija su orientación de vida.
Como entonces los contemporáneos de Jesús, también los nuestros deberían hoy acudir a Él y someterse al poder de su gracia. Es preciso que lo sepan presente -más que entonces- en pleno ejercicio de su misión salvadora. Para ello, los actuales ciudadanos del mundo, deben superar el abrumador escollo de la incredulidad, generada por el materialismo, sin auténtica referencia a Dios.
Es asfixiante el clima creado adrede por quienes, movidos por la ignorancia y la malignidad, no dejan de protagonizar los acontecimientos más destacados de la actualidad.
Desde la fe cristiana no es admisible negociar con el mundo las verdades fundamentales: la vida, la libertad -derechos humanos inclaudicables-, el matrimonio, basado en la heterosexualidad y las leyes naturales etcétera. - Tempestades ideológicas y morales. El Evangelio es Cristo y su enseñanza.
Para entenderlo y aplicarlo correctamente se requiere acceder a su conocimiento de la mano de sus auténticos testigos, y de quienes los sucedan en virtud del mismo ministerio apostólico. Es ahora cuando la Iglesia presenta al mundo su ineludible misión evangelizadora. La barca de Pedro atraviesa verdaderas tempestades ideológicas y morales.
No debe alarmar a nadie el actual proceso histórico, con sus variaciones de esperanza de paz e incomprensibles desencuentros; Jesús lo ha predicho previendo los ataques continuos de sus tradicionales enemigos, que también afectan a sus seguidores: «Acuérdense de lo que les dije: el servidor no es más grande que su señor. Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes; si fueron fieles a mi palabra, también serán fieles a la de ustedes» (Juan 15, 20).
Hoy, como siempre, queda en evidencia la veracidad de aquel pronóstico. Se sucederán las fluctuaciones más contradictorias, hasta que Cristo ponga las cosas en su lugar y se produzca la paz. - Un sano ecumenismo. La misión pacificadora de Cristo ha sido legítimamente heredada por la Iglesia.
Hoy, en nombre del Señor, los cristianos -constituidos en Iglesia- deben imponerse el deber de trabajar por la paz. Artífices de la paz, en un mundo sacudido por la violencia, cuyo origen innegable es el pecado.
En esa labor necesitarán unir sus fuerzas a las de tantos hombres y mujeres que, efectivamente, empeñan sus propias energías y desvelos con idéntico propósito.
La Iglesia, a través de su atento Magisterio, ha sabido ampliar su mirada y descubrir la misteriosa acción de Dios, más allá de sus fronteras institucionales.
En esa amplitud riesgosa y esperanzadora radica su novedoso comportamiento ecuménico. No todos sabrán interpretarlo. Al mismo Jesús, muchos de sus discípulos dejaron de acompañarlo, al no entender el anuncio eucarístico: «Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: ¿También ustedes quieren irse? Simón Pedro le respondió: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna» (Juan 6, 66-68).
Es la respuesta exacta.* Homilía del domingo 8 de agosto.