Por Julio Conte-Grand
El pensamiento clásico definió a la aristocracia como la mejor forma de gobierno. Se trata, etimológicamente, del gobierno (kratos) de los mejores (aristos).
En la modernidad se incorporaron en los sistemas políticos aspectos atinentes a la organización y el funcionamiento, entre otros, orientados a garantizar la participación del pueblo en las decisiones mediante la elección de sus representantes, asegurar un ejercicio equilibrado -y a su vez condicionado- del poder, y garantizar los derechos de las minorías.
Nuestra Constitución nacional histórica incorporó en su primer artículo una disposición que contiene los aspectos organizativos fundantes, determinando que la República Argentina adoptaba para su gobierno el sistema representativo, republicano y federal. La norma se reitera en las Constituciones provinciales y en la de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
El sistema institucional se sustenta de tal modo en un régimen de representación, aspecto ineludible considerando la imposibilidad fáctica de que el conjunto de la población asuma la gestión de gobierno y adopte las decisiones propias de la acción del Estado en sus diferentes áreas. En vinculación con ello, la Constitución Nacional establece: «Los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático». La reforma constitucional de 1994 introdujo modificaciones en el sistema representativo de gobierno al incorporar a la Constitución Nacional la iniciativa popular (artículo 39) y la consulta popular (artículo 40), ambas formas de democracia semi directa.
El pueblo, entonces, será representado por quienes resulten elegidos mediante los procedimientos que se establezcan al efecto, asegurando una participación libre e informada. Así las cosas, surge un interrogante central a develar: cuáles deben ser los requisitos exigibles a los representantes. La norma constitucional nacional es clara, conceptualmente y en cuanto a su finalidad. Dice el artículo 16 que en la Nación Argentina «todos sus habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad».
En consecuencia, la cualidad genérica esencial que cabe reclamar de todo representante del pueblo, cualquiera sea la función o área en la que se desempeñe, es su idoneidad. Cada representante, según su ámbito de gestión y su competencia material y territorial, actúa respecto de la res pública, la cosa pública. Ocupar un cargo público, desarrollar una tarea calificada como empleo público y cumplir una función pública, requiere adecuarse a la exigencia de la idoneidad como presupuesto, y esta exigencia interpela un mandato ético consustancial.
Como se ha reconocido en el máximo nivel judicial, con referencia a cita de calificada doctrina, «la idoneidad a que se refiere el artículo 16 de la Constitución nacional entraña un concepto complejo que en un principio se consideró que circunscribíase al aspecto ‘técnico’ […] Pero pronto quedó de manifiesto lo restringido de tal punto de vista […] Lo ‘moral’ también integró entonces el concepto de idoneidad [pues] no pueden ser funcionarios o empleados públicos quienes carezcan de moral o se hallen afectados de tachas éticas […] Para actuar como funcionarios o empleados públicos hay que ser ‘buena persona’, entendiéndose por tal toda aquella que no tenga malos antecedentes […] Ciertamente, cuanto mayor sea la jerarquía del empleo o de la función, más acendrada ha de ser la moral del funcionario o empleado…» (Caso Bussi, dictamen del Procurador ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Esteban Righi, 31/5/2005).
Ética e idoneidad son principios que se retroalimentan. Para ser idóneo es preciso ser ético y, a su vez, la falta de idoneidad, técnica o profesional, que no actúe como un impedimento para ocupar un cargo, es, estrictamente, algo contrario a la moral. En los distintos ámbitos del Poder Judicial, por ejemplo, rigen normas que establecen disposiciones vinculadas a exigencias éticas relativas a quienes ocupen los cargos públicos, a contemplar tanto en el proceso de selección como en el de remoción de funcionarios y magistrados.
Como muestra, en el ámbito de la provincia de Buenos Aires la ley provincial del Consejo de la Magistratura, en su texto según ley 15.058, refiere que «el Consejo entrevistará personalmente a cada uno de los concursantes con la finalidad de apreciar su idoneidad, solvencia moral, equilibrio, madurez, conocimiento de la realidad, sentido común, coherencia, creatividad, independencia de criterio, imparcialidad, equidad, apego al trabajo, capacidad de liderazgo, vocación de servicio, compromiso con el cambio, con los intereses de la comunidad, el respeto por las instituciones democráticas y los derechos humanos». Y, ya en funciones, para el Ministerio Público de la provincia de Buenos Aires, se encuentra vigente desde el 31 de enero de 2019 (Resolución PG 32/19), un Código de Ética, que agrupa el conjunto de principios éticos básicos, deberes exigibles y prohibiciones aplicables al desempeño funcional y a la conducta de los miembros de esa Institución.
Es que, nítidamente, en relación a los funcionarios y magistrados judiciales, la idoneidad, que presupone un contenido ético, se constituye en un eje ineludible de la gestión y tiene una dimensión institucional gravitante.
Aseguradas estas cualidades, ética e idoneidad, emerge un valor crucial en miras a la organización y el progreso de toda sociedad: la confiabilidad de las instituciones y de quienes las integran.
Procurador General ante la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires. (Publicado en La Nación)
.