Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
- «Tú lo dices: yo soy rey».
Jesús es rey, lo declara abiertamente ante un interlocutor inquisidor e implacable; me refiero al desconcertado Pilato, su juez y verdugo: «Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz» (Juan 18, 37).
Su inquebrantable fidelidad a la verdad inspira esa riesgosa declaración.
Inicuamente juzgado y próximo a ser condenado a muerte, no disimula su identidad.
Es el momento de preguntarnos, como el pobre Pilato, que intenta saber qué es la verdad: ¿qué clase de rey es Cristo? No como lo entendemos, por causa de los modelos que la historia nos presenta y que, el mismo Señor menciona al exponer su enseñanza: «Ustedes saben que aquellos a quienes se consideran gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes…» (Marcos 10, 42-43).
- Rey y Pastor.
Para entender cómo es rey Cristo necesitamos relacionar su enseñanza con otra expresión suya, fundada en su comportamiento ejemplar: «Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí -como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre- y doy mi vida por las ovejas» (Juan 10, 14-15).
El Rey Pastor no se adueña de la vida de sus súbditos, les entrega la Suya. Su autoridad es servicio, y su poder procede del sacrificio de su vida. Allí, en la Cruz humillante y despiadada, está su trono, y desde allí ejerce la autoridad recibida de su Padre: «Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra» (Mateo 28, 18). La ejerce reconciliando al mundo con Dios y entre sus habitantes.
Si descomponemos el término «autoridad» hallaremos su significado exacto. Es «autoría de unidad»: con Dios y entre todos los seres personales. Por lo tanto, el que ejerce la autoridad es un hacedor de unidad. No avasalla ni constituye, a quienes debe gobernar, en servidores suyos, sometidos despóticamente a un mando que esclaviza.
- El suave y ligero dominio de Cristo.
El Evangelio es «poder de Dios que salva al que cree» (Romanos 1, 16). Hace efectivo el dominio real de Cristo.
La Ley fundamental de su Reino es el amor. Por ello, el que odia -a quien sea- y afirma ser creyente, o amar a Dios, no sólo es un mentiroso, como enseña San Juan, se convierte en un verdadero delincuente. Es la Ley única, abarcativa de toda ley, de tal modo que cuando ésta es quebrantada, lo son todas las leyes: «Porque toda la Ley está resumida plenamente, en este precepto: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gálatas 5, 14).
Su Reino no es de este mundo y Él, que es su mandatario, «no vino para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud» (Mateo 20, 28).
Quienes gobiernan las naciones observarán atónitos su comportamiento de gobernante, en las antípodas de quienes buscan el poder por el poder y no para hacer felices a sus súbditos. ¡Qué gran lección para quienes se disponen a presentar una imagen política distinta o mejorada en el ejercicio del poder!
El pueblo sabe distinguir a sus auténticos servidores de aquellos que ceden a la tentación de ser lobos insaciables de sus gobernados. Los genuinos líderes son «pastores» que dan su vida -su honor y su fortuna- por sus conciudadanos.
- Su amor de Rey y Pastor nos hace libres.
Esta solemnidad es una ocasión oportuna para revisar nuestra sumisión a Cristo, «Rey del Universo». Supone la fe como adhesión incondicional a su Persona. De allí la necesidad de nutrirse constantemente de la Sagrada Escritura (Lectio divina) y de la fervorosa participación de los Sacramentos.
Su amor de Rey y Pastor nos hace libres y felices de verdad.
Seamos eco de la hermosa oración del mismo Cristo al Padre: «No te pido que los saques del mundo sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Juan 17, 15-16).
El amor -única Ley del Reino de Dios- vence y excluye, de la vida de los hombres, la injusticia y la corrupción.
* Homilía del domingo
21 de noviembre.
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