«Ocho años viví en Buenos Aires, no vuelvo ni de visita», dice Vivi despacio, sin bronca pero sin lugar a objeciones. Acaba de caer la noche y todavía está caliente el aire en este patio de Concepción del Yaguareté Corá, provincia de Corrientes. Vivi dice que en este pueblo de unos 4.000 habitantes se siente libre.
«Estuve allá quince años, ¡cadete en Córdoba y Esmeralda era al principio», dice Ricardo. Lo dice mientras hace fuerza para dominar los barquinazos de su camioneta en el camino de arena que nos lleva a uno de los acceso a los esteros del Iberá. No le alcanza la cara para tanta sonrisa.
Vivi fue a la ciudad a estudiar pero terminó trabajando en una cadena de hamburguesas cerca del Obelisco. Ricardo fue a ganarse la vida.
Así que Ricardo tuvo un trabajo, otro, se volvió cajero en supermercados muy grandes. No parecía que iba a volver a Corrientes, al calor, a las voces en guaraní, a los esteros. Lo tuvo que hacer por un tiempito, por una cuestión familiar. Justo cuando le tocaba regresar a la Capital le hablaron de unos proyectos nuevos. Fue, escuchó, se quedó.
Valor local
El proyecto nuevo era un plan de la Provincia para dar valor a los esteros y trabajo a su gente. Hablaban de «producción de naturaleza y desarrollo local», Ricardo había crecido en un paraje, sabía montar y hasta había cazado, sabía guaraní, esa lengua que -cuentan pobres y ricos en esta zona- antes era despreciada y ahora muy estimada.
Aprendió, como otros, que los animales de los alrededores -carpincho, yacaré, 350 variedades de pájaros- valían más vivos, como atracción turística, que muertos, como piel. Lo contrataron.
«Al principio los porteños me jodían, después el correntinito aprendió a joderlos a ellos», se ríe todavía, feliz de su vida como guía. «Pero no sabés lo que se sufre estar lejos de la familia, a veces por años no podés venir a verlos».
«Me gusta salir al atardecer en bicicleta e ir hasta los esteros, casi nunca me acerco ni a la ruta», dice Vivi, que trabaja en el Parque Iberá y casi no se acuerda de cuando ni se tomaba francos para juntar días libres y poder venir al pueblo.
«En estos pueblos sufrimos el desarraigo por falta de oportunidades», reflexiona Juan, que creció escuchando a sus mayores hablar guaraní y hoy le pone el alma a su trabajo como guardaparques. Lo dice porque con este oficio se pudo quedar. Porque cree que la movida turística puede ayudar a que otros tampoco sean empujados a las ciudades.
¿Qué cambió? En 2015 abrió una Tecnicatura en Turismo en el pueblo mismo. Se podía estudiar y habría trabajo. No hacía falta perderse las tardes ni los esteros. Volvió.
Otros programas acompañaron la transformación de Concepción: uno es Artesanos del Iberá, que reunió y puso en la web a los que trabajan con las manos; no se hicieron ricos pero hoy no dan abasto y los turistas que llegan los encuentran sin stock.
De paso, dieron continuidad a saberes que atravesaron generaciones. Hay un orgullo por lo propio y algo más: «Me voy a poder hacer mi casa», dice Petrona, que hace bellezas con el espartillo que saca de los campos.
Como los artesanos, se reunió a los cocineros. Sabores propios, fusión, presentaciones muy contemporáneas, investigación de frutos autóctonos que casi no se usaban. Otra vez: entender que es valiosa la receta de la abuela, organizar, un mínimo de logística e infraestructura y adelante.
Hoy Ricardo tiene sus emprendimientos, Vivi además de lo del Parque aloja gente. Dicen que acá no hace falta echar llave a la puerta y que los chicos juegan en la plaza, así quiere su vida.
La mano del Estado y su capacidad de cambiar vidas. La posibilidad de crecer donde naciste: no es poca cosa.
Clarín.com (por Patricia Kolesnicov, enviada especial)