Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
Les mostró sus manos y su costado.
Durante 40 días, hasta la Ascensión del Señor a los cielos, se producen apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos, en forma individual, o constituidos en tímidos grupos.
El relato de esas apariciones corresponde al estilo íntimo y preciso del Apóstol y Evangelista San Juan.
El clima del grupo apostólico está aún afectado por el temor a quienes habían contribuido a la horrenda muerte de Jesús: «Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: ‘¡La paz esté con ustedes!’ Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado» (Juan 20, 19-20).
Es comprensible el delicado gesto de Cristo.
El disgusto, padecido por aquellos seguidores suyos, necesita la prueba tangible de que el mismo Señor, que había sido crucificado, está vivo. Por ese motivo les expone abiertamente las heridas causadas, pocos días antes, por los clavos y la lanza.
- La misión constituye el gozo de la Iglesia.
La consecuencia de esa aparición asombrosa es la alegría pascual: «Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor» (Juan 20, 20).
De inmediato, el Cristo glorioso les encomienda la misión que recibió de su Padre, con la misma modalidad y poder salvífico que Él manifiesta poseer como resucitado: «Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» (Ibídem 20, 21).
No se limita a encomendar una tarea, semejante a la suya; los convierte en sus legítimos representantes, en quienes -como signos inequívocos de su presencia- Él mismo continúa su obra salvadora, hasta el final de los tiempos.
La inspirada doctrina paulina sobre el Cuerpo Místico de Cristo lo expresa con claridad.
Como respuesta inmediata al seguimiento fiel de aquellos hombres, realiza el simbolismo de soplar sobre ellos, invistiéndolos de su propio poder de eliminar el pecado mediante el perdón. Pero, condiciona el ejercicio de perdonar los pecados al Espíritu Santo: «Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a quienes ustedes se los perdonen y serán retenidos a quienes ustedes se los retengan» (Juan 20, 22-23).
Únicamente en el contexto de la misericordia puede ser entendido este misterioso mandato, que se sitúa en las antípodas de cualquier tipo de poder humano.
- La incredulidad del Apóstol Tomás y su conversión.
La ausencia y posterior presencia del apóstol Tomás ofrecen un amplio margen al legado de fe desplegado por Jesús resucitado. Aquel discípulo constituye el lado positivo y el lado negativo de la misma expresión humana prestada a la Palabra revelada. El lado negativo es la incredulidad.
El pecado de Tomás consiste en rechazar el testimonio de sus hermanos, que habían visto al Señor resucitado: «Los otros discípulos le dijeron: ‘¡Hemos visto al Señor!’ Él les respondió: ‘Si no veo la marca de los clavos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré'» (Juan 20, 25). Es la economía o método escogido por Dios para un seguro reconocimiento de la presencia de Jesús en nuestra vida terrena, siempre y hasta el fin de los tiempos. Para ello es preciso el don sobrenatural de la fe, cultivada por la Palabra de Dios.
El ministerio apostólico, ejercido por los actuales Pastores de la Iglesia, debe a los cristianos la Palabra que sostiene y alimenta la fe.
- El encuentro necesario con el Cristo de la Pascua.
La Iglesia asume su responsabilidad en circunstancias de extrema aflicción, como las actuales. Lo hace desde la misión indelegable que el mismo Salvador le encomienda.
La celebración de la Pascua no es una simple conmemoración. Reúne a un Pueblo, destinado a ser «levadura» de una masa nueva, purificada y santificada por la acción del Espíritu Santo, insuflado por Cristo sobre aquellos testigos de su Resurrección. Es así que la evangelización se constituye en un servicio sinigual, que reprueba la ambición de dominar, al contrario, reproduce el carácter servicial de su Señor, y hace de todos los pueblos, «discípulos» y atentos aprendices de la Verdad que Cristo resucitado encarna.
La Pascua que acabamos de celebrar es la Verdad necesaria, de la que depende la auténtica felicidad.
* Homilía del domingo
24 de abril.
.