Por Aldo Abram
Se empieza a temer que se repita una nueva crisis internacional como la de 2007-8. La realidad es que la probabilidad existe porque quienes manejan los bancos centrales no aprenden de sus errores. Los excesos de emisión que generaron desde 2001, liderados por la Reserva Federal y acompañada por casi todas las autoridades monetarias del mundo, llevaron a la comentada debacle de los mercados. Lo que sucedió en aquel período es que todo ese desborde de liquidez buscó donde invertirse e «infló» los precios en todos los activos («burbujas»). Incluso, ante la caída de los rendimientos de las inversiones más seguras, buscaron colocar la plata en aquellas más riesgosas, que permitían mayores ganancias, aumentando «artificialmente» también sus valores. Por supuesto, esto tiene un límite y, en algún momento, el «globo» que más se «infló» estalla y lleva a que lo hagan todos los demás, a los que también estuvieron dirigiéndose los excesos de fondos.
En el caso de la crisis que empezó en 2007, la primera «burbuja» en explotar fue el mercado de hipotecas de EE UU. En una demagógica decisión, con la excusa de que todos los estadounidenses tuvieran acceso a una vivienda, a dos grandes instituciones hipotecarias semiestatales se les flexibilizó las condiciones para comprar créditos otorgados por otros prestamistas. Entonces, el negocio de estos últimos fue darles créditos caros a quienes no era seguro que pudieran pagar y vendérselos a estas dos instituciones, haciendo una buena diferencia; lo que atrajo muchos recursos a ese tipo de inversiones. El problema fue cuando los tomadores empezaron a mostrar dificultades para afrontar los pagos y «la burbuja» estalló. Pronto quedó claro que los precios de todos los activos estaban artificialmente altos y se sumaron al colapso.
Sin embargo, una vez superada la debacle, los bancos centrales optaron por volver a impulsar la economía y los mercados relajando la liquidez; lo que empezó a gestar una nueva «burbuja» en los mercados de activos, que recién empezaron a tratar de «desinflar» a partir de 2016. Lamentablemente, esta mayor austeridad monetaria duró hasta que irrumpió la pandemia. Para moderar el impacto económico de las restricciones que se impusieron, los bancos centrales aumentaron fuerte la emisión de dinero.
En el momento de mayores restricciones, las dificultades para gastar ese exceso de moneda y, en algunos casos como en Argentina, los temores a que lo acotado de los servicios bancarios llevara a un faltante de efectivo, hicieron que se incrementara la demanda. De esta forma, no hubo una importante pérdida de valor de las divisas; pero eso cambió cuando se fueron levantando las restricciones y se iba volviendo más fácil gastar o sacar plata de los cajeros. La demanda de moneda empezó a caer y, por lo tanto, también su poder adquisitivo; lo que lentamente fue reflejándose en los precios de los bienes y servicios.
Los bancos centrales y los gobiernos salieron a justificar esa incipiente inflación por problemas de logística o de escasez de oferta; lo cual no era el problema de fondo. No debería extrañar que la variación de los precios al consumidor siguiera escalando y, entonces, los banqueros centrales argumentaron sería sólo coyuntural, pero no lo fue. La realidad es que nadie quería cortar la fiesta. Los mercados permitían ganancias que parecían no tener techo, al recibir los excesos de liquidez que se estaban generando; lo que, a su vez, al gastarse impulsaban la economía. Sólo se escuchaban a algunos economistas «agoreros» que, desde fines de 2020, veníamos advirtiendo que era necesario recuperar la austeridad monetaria, ya superado el grueso de las restricciones por la pandemia, o corríamos el riesgo de tener otra crisis o, por lo menos, una escalada de la inflación.
La realidad es que los bancos centrales estuvieron inflando «burbujas» en todos los mercados de activos y de haber seguido aumentando la liquidez, seguramente hubieran estallado. Un ejemplo de las inversiones que se vieron incentivadas artificialmente por esta excesiva disponibilidad de dinero fueron las «criptomonedas», cuyos valores subieron espectacularmente y ahora se desploman.
Es cierto que algo tarde; pero, desde fines de 2021, las principales autoridades monetarias del mundo entendieron que había que volver a ajustar la liquidez. Sin embargo, la reticencia a pagar el necesario costo económico y en los mercados, ha llevado a que su accionar sea dubitativo. Esto es muy peligroso; ya que puede ser el factor que termine por «pinchar el globo», cosa que no sabemos si es ya evitable. Lo que es seguro es que, si no hay un estallido, será porque los bancos centrales empiezan a actuar con más austeridad y responsabilidad de lo que hoy estima la mayoría de los analistas.
Una aclaración adicional. En todo el mundo se escucha la queja de la gente por el empobrecimiento que están sufriendo por la inflación, que incluso en algunos países desarrollados superó el 10 por ciento anual, lo que para ellos es una barbaridad. Sin embargo, esto no debería asombrar, es el costo que se paga por gestar estos excesos de liquidez y depreciar la moneda para que algunos puedan gastar y/o ganar más plata a costa del bienestar futuro del conjunto. Con la inflación se les saca poder adquisitivo a los que tienen mayor proporción de su patrimonio en moneda y menos capacidad de defender sus ahorros, para transferírselos a quienes se los financia con esa emisión (por ejemplo, el Estado). Sólo basta estudiar casos como la Argentina para darse cuenta del daño que los desmanejos monetarios de los bancos centrales generan. Quizás, en todos los países, deberían exigirles a los funcionarios que apliquen para trabajar en los bancos centrales que estudien estas «tragedias» y, de esa forma, habría menos crisis.
El autor es Economista y Director de la fundación Libertad y Progreso.
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