Dice el refrán que «la excepción confirma la regla», en el sentido de que, al ser la excepción un hecho inusual, su extraña ocurrencia destaca la vigencia de la norma general frente a lo anómalo. Por el contrario, cuando exceptuar es lo habitual, la regla se revela inoperante y la anomia prevalece.
La firmeza de la regla o la pertinacia de la excepción, cuando de gobernar se trata, reflejan distintas formas de gestionar, pues inducen conductas que pueden llevar al éxito o fracaso de las sociedades. Cuando gobiernan las leyes, su carácter general y abstracto garantiza el trato igualitario de todos y la seguridad jurídica protege los derechos en el futuro. Por el contrario, cuando rige la voluntad del príncipe y las normas se dictan caso por caso, se imponen sus preferencias y los intereses creados.
Existe verdadera igualdad civil cuando el acceso a los derechos es posible sin necesidad de contactos ni padrinazgos de nadie. En cambio, cuando se depende de decisiones singulares para favorecer o excluir según el arbitrio oficial, se alienta la formación de grupos para obtener del poder lo que sería inaccesible de forma individual. Por definición, esas camarillas excluyen a quienes no las integran, pues pretenden lograr para sí, y a los codazos, beneficios que no alcanzarán para todos.
La seguridad jurídica permite proyectar a futuro con la tranquilidad de un respaldo normativo sin resquicios para alteraciones ni sorpresas ingratas; a la inversa, si el sistema es incierto y admite modificaciones discrecionales, el horizonte se abrevia y el marco institucional se limita al «día a día», donde cada cual puja por cambiar el rumbo del timonel, con buenas o con malas artes.
Si hay una lacra cultural que la Argentina no ha podido resolver desde tiempos remotos, son las pocas reglas y las muchas excepciones. Durante la Colonia, las leyes aduaneras eran letra muerte frente al contrabando, práctica habitual para proveer los bienes que los habitantes deseaban, soslayando el monopolio español. Ya en diversos reinos españoles, durante la Edad Media, los pueblos defendían sus fueros cuando las leyes los perjudicaban con una fórmula ingeniosa: «Se acata, pero no se cumple».
En 1910 el periodista italiano Genaro Bevioni visitó nuestro país durante la celebración del Centenario y escribió: «El único modo de obtener algo de la burocracia es ofrecer una propina. Difícilmente habrá quien la rechace, acaso por insuficiente» (Argentina 1910: Balance y Memoria, Editorial Leviatán, 1996). Y con el incentivo de propinas suficientes, jueces y dignatarios se acomodaban conforme a lo solicitado.
El tiempo corrió desde entonces, pero la igualdad ante la ley y la sanción de leyes para iguales han sido un objetivo elusivo en la vida nacional. Las excepciones, el clientelismo, las cartas de recomendación, los nombramientos de favor, las designaciones cruzadas y la herencia de cargos fueron moneda corriente. Como luego las canonjías jubilatorias, los legisladores con «mandato cumplido», los casinos flojos de papeles, los vacunatorios vip y las prisiones domiciliarias.
Han sorprendido la condena y la prisión efectiva dispuestas contra el ex gobernador José Alperovich por delitos de abuso sexual, un logro institucional sin precedentes. Sin embargo, no se ha desarrollado una conciencia colectiva similar respecto de los casos de corrupción de altos funcionarios, como Amado Boudou, quien no sólo vive en su casa, sino que también cobra una pensión vitalicia de privilegio.
Es difícil cambiar la mentalidad argentina, no habituada a la plena vigencia del Estado de Derecho y acostumbrada a soslayar la aplicación de reglas generales. En sintonía con esa cultura de la excepción y del «dedo» del gobernante, los legisladores prefieren reservar al Estado ámbitos extensos de discrecionalidad para hacer valer las prerrogativas atribuidas a sus jerarcas.
Cuanto más delegan las leyes atribuciones a instancias inferiores, a comisiones evaluadoras, al criterio de especialistas, al dictamen de subalternos, al buen juicio de unos y de otros, menos objetiva será su aplicación y más politizada su administración. Dicho en otras palabras, más se valorizará el acceso a la «lapicera», más importancia tendrán los cargos en el Estado y más atractivos serán para quienes ambicionan prosperar con un sello y un membrete. Como observó el curioso Bevioni en 1910, «el único modo de obtener algo es ofrecer una propina».
No por otra razón el kirchnerismo realzó el rol de la política sobre la economía, mediante una gestión oportunista e ignorante de las reglas hasta llevar al país a una crisis terminal. El mejor ejemplo fue el régimen de las Sira (Sistema de Importaciones de la República Argentina), que dio lugar a un tráfico de pagos clandestinos en connivencia con las reparticiones involucradas. Sin profundizar aquí las conocidas «propinas» en las obras viales de Santa Cruz, los subsidios al transporte, las licitaciones direccionadas o los alimentos para comedores inexistentes.
Suponemos que cuando el Papa Francisco sostiene que «la economía debe estar al servicio de lo social» no se refiere a esa nefasta experiencia argentina, sino a todo el universo de su feligresía, donde el bienestar aún no llega a millones de excluidos.
En el reciente debate de la Ley de Bases en la Cámara alta se introdujeron excepciones o particularidades en regímenes que deberían sujetarse al principio de igualdad. La exclusión de Aerolíneas Argentinas por parte del Senado del listado de privatizaciones, invocando la necesidad de asegurar vuelos a destinos no rentables, se solucionaría fácilmente mediante subsidios explícitos a las aerolíneas privadas que cotizasen el monto más bajo para cubrir esos servicios. Pero el síndrome de abstinencia es demasiado fuerte para quienes han disfrutado, como funcionarios, de los privilegios del trato deferente, la sala vip y las butacas de primera clase a expensas del resto de la sociedad.
La negativa de las provincias patagónicas a restablecer el impuesto a las ganancias para mantener el diferencial por zona desfavorable es también un privilegio no justificado, del que deben hacerse cargo sus empleadores sin alterar el régimen impositivo nacional. En particular, las industrias de Tierra del Fuego, cuyo costo fiscal y cambiario es tan grande que debe permitirles pagar los salarios adecuados para la región donde están radicadas, además de las propinas con que logran garantizar la subsistencia de sus paraísos fueguinos.
De igual modo, el Senado introdujo cambios al Régimen de Incentivos para Grandes Inversiones (Rigi) y, en lugar de dejarlo abierto para cualquier tipo de actividades, lo limitó a la industria forestal, el turismo, la infraestructura, la minería, la tecnología, la siderurgia, la energía, el petróleo y el gas. Casuística y excepciones para elegir ganadores desde los despachos oficiales, con o sin propinas.
¿Cuál es el mejor gobierno: el de las leyes o el de los hombres?, se preguntó Aristóteles. El iluso Platón, quien creía en las virtudes del «rey filósofo», prefería el gobierno de los hombres, pues serían más equitativos al evaluar las necesidades de cada uno. Aristóteles, en cambio, más escéptico respecto del temple de los reyes, concluía que «los gobernantes necesitan la ley con prescripciones universales, para no estar sometidos a las pasiones de cualquier alma humana» (Política, 1286a).
A pesar de los siglos transcurridos, ese debate sigue abierto pues, cuando una sociedad tiene cimientos frágiles y carece de sólido capital social, el populismo sabe desvirtuar la franca lozanía de las mejores leyes con tantas regulaciones, ventanillas y formularios como lo requiera la subsistencia de su poder. Sin importarle nada la opinión de Platón y mucho menos la de Aristóteles.
- Publicado en el diario La Nación.
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