Por Pascual Albanese
El análisis político se distingue de las interpretaciones psicológicas en que no busca, e indaga en las motivaciones subjetivas, ni en las presuntas intenciones de los protagonistas sino penetrar en las causas profundas y sobre todo en las consecuencias objetivas de sus actos. No se trata de divagar sobre los miedos y las aspiraciones de los actores, que naturalmente existen e influyen en sus decisiones, sino de bucear en la lógica de los acontecimientos.
Bajo esa premisa, cabe inferir que, por encima de cualquier otra connotación personal, el sobrio video con que Mauricio Macri informó que no se postulará para las elecciones presidenciales cierra el ciclo iniciado en diciembre pasado con el anuncio de Cristina Kirchner de que no sería «candidata a nada» en esa contienda.
La consecuencia de ambos episodios, claramente conectados entre sí, es que los líderes indiscutidos de las dos alianzas electorales que en los últimos años se alternaron en el gobierno y hegemonizaron el escenario político argentino no serán los actores principales de la próxima elección.
Esa novedad conlleva una constatación adicional: por los motivos que sean, los dos máximos exponentes de ambos polos de la «grieta» ratificaron, con la inequívoca contundencia de los hechos, que no se sienten en condiciones de gobernar la Argentina de hoy.
Esta conclusión confirma una tendencia manifestada en las encuestas: tanto Cristina Kirchner como Macri triunfarían en las elecciones primarias de sus respectivas coaliciones, pero ninguno de ambos le ganaría a casi ningún otro contrincante en una hipotética segunda vuelta electoral.
Esa certidumbre tiene hoy el agravante de que el balotaje parece esta vez ser una alternativa virtualmente inevitable ante la presencia de Javier Milei, especialmente en los sectores juveniles, síntoma de un extendido sentimiento «antisistema» que incluye, y obviamente en un primerísimo lugar, a la Vicepresidente y al ex Presidente.
Resulta una paradoja cargada sentido el hecho de que los dos dirigentes políticos argentinos más relevantes de los últimos años sean quienes tengan los índices de imagen negativa más elevados en los sondeos de opinión pública. Pero ese aparente contrasentido encuentra empero una rápida explicación si se repara en las cifras: el producto bruto interno y el ingreso por habitante de la Argentina son actualmente inferiores a los de 2011.
Estos doce años consecutivos de estancamiento económico, acompañados por el consiguiente empeoramiento de los indicadores sociales, a que el Indec consigne que la mayoría de los niños argentinos estén por debajo de la línea de pobreza, patentizan un período de decadencia que la mayoría de la opinión pública identifica con el estigma del fracaso y potencian un sentimiento colectivo de rechazo, que profundiza el divorcio entre el sistema político en su conjunto con la sociedad. Esa virtual ruptura, exhibida en el desprestigio de la dirigencia partidaria, explica la irrupción de Milei.
Así como el tiroteo contra un supermercado de la familia de Lionel Messi puso de manifiesto ante la opinión pública nacional e internacional la dimensión del avance del narcotráfico en Rosario, la muerte de una beba de tres meses a escasos metros de la Casa Rosada ejemplificó con dramatismo un fenómeno de empobrecimiento colectivo que lleva más de una década.
Con un agravante adicional: no se trata tanto de una pobreza estructural, como la que caracteriza a la mayoría de los países de América Latina, sino de un proceso de empobrecimiento de una ancha franja de la sociedad que ve reducida su nivel de vida. La desaparición de la idea de la movilidad social ascendente, uno de los pilares constitutivos del sistema de valores culturales de la Argentina, genera un sentimiento de frustración colectiva que está tan a la vista que no necesita ejemplos para ilustrarla.
En las actuales circunstancias, por el hecho de estar a cargo del gobierno en una situación de emergencia y por la presencia dominante del «kirchnerismo» en la política argentina durante los últimos veinte años, este fenómeno afecta a todo el sistema político, pero golpea con mayor intensidad en el oficialismo que en la oposición.
Ese impacto determina que el «kirchnerismo» estime perdida la disputa presidencial y procure sobrevivir políticamente en la provincia de Buenos Aires, la famosa «madre de todas las batallas». Su principal apuesta táctica consiste en especular con el avance de Milei en el territorio bonaerense como forma de dividir el voto opositor en la elección de gobernador, que se define en una sola vuelta.
Pero ese repliegue dista de estar asegurado. Lo sucedido con la agresión a Sergio Berni como resultado de una reacción ante el clima de inseguridad reinante en el Gran Buenos Aires, y en este caso específico en La Matanza, bastión tradicional del Frente de Todos, revela que se trata de una jugada de alto riesgo. Más aún cuando las encuestas empiezan a indicar que el voto a Milei, si bien afecta principalmente a Juntos por el Cambio, empieza a taladrar también la base social del «kirchnerismo». Demás está decir que lo que sucede en La Matanza es fundamental para el futuro inmediato del peronismo y de la Argentina.
Esta apreciación del «kirchnerismo» encontró ya hasta una justificación teórica de ribetes socio-culturales, un «nuevo relato» sintetizado en un trabajo de Jorge Alemán, un escritor y psicoanalista argentino exiliado en Madrid desde 1976, discípulo de Ernesto Laclau, ex integrante de Carta Abierta, asiduo columnista de Página 12, experto en comunicación y erigido desde hace un tiempo en lo que Antonio Gramsci caracterizaría como un «intelectual orgánico» de Cristina Kirchner, en el sentido no tanto de quien influye en su pensamiento sino de alguien capaz de justificar teóricamente sus decisiones políticas.
Como discípulo de Laclau y de su esposa, Chantal Mouffe, Alemán comparte la visión de acerca de la «radicalización de la democracia», esto es el proyecto de profundización de los procesos democráticos hacia la izquierda. Pero en un artículo publicado hace algunas semanas en Página 12 y difundido luego por La Cámpora dentro de propias sus filas, Alemán intenta actualizar esa perspectiva y explicar las causas de una derrota en ciernes. Para ello, sostiene que «la democracia está intervenida por los dispositivos del neoliberalismo. De la derecha liberal se ha pasado a la ultraderecha fascista, que impone una presión política promoviendo un estado de excepción». Recalca que se produce «un desacople entre capitalismo y democracia».
Alemán puntualiza que «todo esto es posible porque en los últimos años ha tenido lugar una mutación antropológica: grandes segmentos de la población atentan contra sus propios intereses económicos y vitales». En otros términos, Alemán quiere decir que el pueblo se equivoca, o está a punto de equivocarse. Pero aclara también que se trata de un fenómeno global: el mundo ha girado a la derecha y la Argentina es parte de ese fenómeno. El «kirchnerismo» sería la víctima inocente de una traición de la historia: «el futuro no es lo que era». Dicho de otro modo, y esto sí es incontrastable, el mundo va hacia otro lado. Ergo: «perdimos» o, en todo caso, habrá que dar un paso atrás y prepararse para resistir hasta poder, en algún otro momento propicio, encarar una contraofensiva.
Lo cierto es que el Frente de Todos surgió como una construcción impulsada por Cristina Kirchner a fin de impedir la reelección de Macri y ganar la elección presidencial de 2019. Aquella razón fundante desapareció: ni la coalición oficialista, al menos en su actual configuración, está en condiciones de triunfar en las elecciones de 2023 ni Macri representa hoy aquel fantasma unificador de hace cuatro años.
Esa «crisis de sentido» que afecta al Frente de Todos profundiza sus disputas internas. No es que esas diferencias políticas, ni las pujas de intereses, sean ahora mayores que antes. Lo que sí ocurre es que hoy no existen las razones que en el pasado viabilizaron políticamente aquel célebre tweet de mayo de 2019 con que Cristina Kirchner, en un solo movimiento, resignó su postulación presidencial, ungió en su reemplazo a Alberto Fernández, catapultó la crisis del entonces incipiente armado del Peronismo Federal y abrió el camino para el acuerdo con el Frente Renovador encabezado por Sergio Massa.
Lo que sucedió en las últimas semanas es que las perspectivas cada vez más nítidas de una derrota electoral debilitaron todavía más los menguantes lazos de cohesión del Frente de Todos, cuya expresión residual ya había quedado circunscripta al respaldo a Massa, como única tabla de salvación para evitar lo que el intendente de Avellaneda, Jorge Ferraresi, vicepresidente del Instituto Patria, sintetizó gráficamente elogiando al Ministro de Economía por haber asumido «un día antes de que nos vayamos en helicóptero».
Lo cierto es que, en medio de ese estado de confusión del oficialismo y sin que mediara necesariamente ninguna intención conspirativa, la sanción por la Cámara de Diputados de la ley de moratoria previsional, una iniciativa del «kirchnerismo» que había sido aprobada previamente por el Senado, generó un serio desajuste en las ya comprometidas metas de déficit fiscal acordadas con el Fondo Monetario Internacional.
Ese imprevisto político, resultado de la extrema fragilidad del sistema de poder, sumado a los devastadores efectos de la sequía y al impacto negativo en la opinión pública del índice de inflación de febrero y sus proyecciones para marzo, obligó a Massa a recurrir al canje de bonos para impedir un colapso en las exhaustas reservas monetarias del Banco Central.
La consecuencia de este desbarajuste no querido, evitable pero no evitado, fue un incremento del clima de incertidumbre, reflejado en el aumento de la tasa riesgo país, ante la posibilidad de que el autodefinido como «plomero del Titanic» no alcance su objetivo, compartido por el oficialismo, las «palomas» de la oposición y la mayor parte de los factores de poder económico internos e internacionales, de que el actual gobierno aguante como sea hasta el 10 de diciembre sin una estampida de grandes dimensiones, susceptible de derivar en una crisis de gobernabilidad.
El viaje de Fernández y Massa a Washington, la entrevista con Biden en la Casa Blanca y la renegociación de las metas pactadas de acumulación de reservas monetarias en el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional ratificaron sí la voluntad política del gobierno estadounidense de sostener a la Argentina durante este incierto período de transición hasta la asunción del nuevo gobierno.
Esta búsqueda de apoyatura internacional exige un lúcido equilibrio en los vínculos de la Argentina con Estados Unidos y China, basado en un diagnóstico acertado sobre los intereses nacionales en juego en cada caso. Ese imperativo tendrá su próxima manifestación en el viaje de Massa a Beijing, previsto para mayo. En cualquier circunstancia se trata de articular una firme defensa del interés nacional con la práctica de la cultura de la asociación que demanda la época.
En los próximos meses, ese desafío será puesto a prueba en dos cuestiones extraordinariamente sensibles para el relacionamiento de la Argentina con las dos superpotencias que compiten hoy por expandir su influencia en América Latina. La primera es la licitación internacional para la concesión de las redes de la tecnología 5G, cuya materialización es un requisito prioritario para el desarrollo nacional. La segunda será la decisión sobre las diversas ofertas para la compra de armamentos destinados al necesario reequipamiento de las Fuerzas Armadas, en particular la posible adquisición de aviones de caza de fabricación china.
La resolución de esta cuestión estratégica está ligada con los cambios en el escenario regional a partir del cambio de gobierno en Brasil. Vale la pena consignar que en el tema de la 5G Brasil, bajo el gobierno de Jair Bolsonaro, implementó un mecanismo que permitió a Huawei participar en la licitación de ese servicio salvo en una franja especial reservada para las redes de comunicaciones del sistema de defensa, seguridad e inteligencia.
La definición de la estrategia de inserción de la Argentina en este nuevo escenario mundial tropieza con el estado de desconcierto político existente en el oficialismo. Ante los obstáculos surgidos para una candidatura presidencial de Massa, quien alega, con razón, la incompatibilidad entre esa posibilidad y su función como Ministerio de Economía, los factores de poder del peronismo, en especial los gobernadores, las organizaciones sindicales y los movimientos sociales, carentes de un punto de referencia mínimamente sólido, tienden a explorar distintas tácticas de supervivencia, separadamente del proceso electoral nacional.
En otros términos, la consigna implícita es el «¡Sálvese quien pueda!». La premisa generalizada es ganar las elecciones provinciales y mantenerse indefinidos en el juego de las candidaturas presidenciales. En ese contexto, hay gobernadores, sindicalistas y dirigentes sociales que abrieron canales de diálogo subterráneos con el gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti, que desde su fortaleza provincial, que busca consolidar en las elecciones del 25 de junio, busca crear una corriente peronista emancipada del «kirchnerismo».
El peronismo de Córdoba exige un análisis especial, es el único «peronismo orgánico» de la Argentina que no integra el Frente de Todos. Esa condición le otorga autoridad como convocante. Pero su historia encierra otra particularidad distintiva. Es un peronismo que desde su nacimiento en 1945 se vio obligado a construir alianzas políticas y sociales que le permitieran ganar en una provincia donde el fuerte liderazgo de Amadeo Sabattini hizo que el radicalismo pudiera conservar sus raíces populares.
Por tal motivo, el peronismo cordobés se fundó sobre bases relativamente endebles. Su constitución originaria estuvo asentada en un sector del Partido Demócrata de Córdoba, dirigentes de segunda línea del radicalismo, grupos del nacionalismo católico y las expresiones de un sindicalismo incipiente. Esa debilidad de origen lo impulsó a construir sucesivamente distintos sistemas de alianzas para fortalecer su presencia en la sociedad cordobesa.
En 1969, en un escenario signado por una notoria preponderancia de los sectores de izquierda y del radicalismo, esa política de alianzas le posibilitó adquirir centralidad política en el «cordobazo», un hito que constituyó un punto de inflexión en el proceso iniciado con el golpe de Estado de 1955 y el punto de partida en la etapa de movilización que culminó con el regreso de Perón a la Argentina en noviembre de 1972.
En 1987 José Manuel De la Sota estableció un acuerdo estratégico con la Fundación Mediterránea, cabal expresión del empresariado cordobés, que implicó la nominación de Domingo Cavallo como cabeza de la lista de candidatos a diputados nacionales del Partido Justicialista, una instancia que prefiguró la coalición social vertebrada alrededor del peronismo y la figura de Carlos Menem que sostuvo las reformas estructurales de la década del 90. En 1999, en esa misma línea, ya sobre el final del gobierno de Menem y después de dieciséis años de gobiernos radicales, De la Sota ganó la gobernación de la provincia a partir de un acuerdo con la Unión de Centro Democrático que implicó la candidatura de Germán Kammerath en la intendencia de la ciudad de Córdoba.
Esa misma ductilidad política, que en la década del 70 determinó un giro hacia la izquierda y en los ’90 un viraje hacia la derecha, inspira hoy la estrategia electoral del peronismo cordobés, alineado detrás del actual intendente de Córdoba, Martín Llayrola, en la disputa contra Juntos con el Cambio, que lleva como candidato a gobernador a Luis Juez, en un trabajoso tejido de acuerdos que abarca desde sectores del radicalismo y del PRO hasta la reducida minoría «kirchnerista». Este «giro centrista» promovido por Schiaretti representa la continuidad del proyecto político iniciado en 2015 por De la Sota, entonces aliado al Frente Renovador de Massa, cuya continuidad fue frustrada por su trágica muerte en 2018.
Esa característica histórica del peronismo cordobés, constantemente empeñado en la construcción de mayorías acordes con las exigencias propias de cada época, contrasta con el anquilosamiento de las estructuras partidarias del peronismo del conurbano bonaerense, acostumbrado a la idea de «ganar con la camiseta», y también con el virtual eclipse del peronismo porteño, incapaz de formular propuestas apropiadas para competir con el PRO en la principal ciudad de la Argentina. Hoy nadie gana con la camiseta. Para vencer hay que convencer.
El reciente encuentro de Schiaretti con los otros dos gobernadores de la Región Centro, el santafecino Omar Perotti y el entrerriano Gustavo Bordet, mostraron la intención de avanzar en la construcción desde la Región Centro, corazón productivo de la Argentina, de una alternativa política «centrista» que funcione como una suerte de «arca de Noé» para un peronismo disperso y que en una primera instancia esté presente en las elecciones presidenciales pero, con independencia de los resultados, apunte hacia 2024.
En un contexto tanta volatibilidad, tampoco hay que descartar sorpresas. Los fantasiosos rumores de estos días sobre un presunto candidato presidencial «tapado», que permitiría al peronismo afrontar competitivamente la elección que se avecina, refleja la convicción generalizada de que la única manera de hacerlo es a través de un drástico «giro al centro», lo que implica un replanteo de la política de alianzas que deje atrás la experiencia del Frente de Todos y la ideología de la confrontación permanente y formule, en su reemplazo, la propuesta de un gobierno de unidad nacional para afrontar la emergencia y promover los acuerdos políticos y sociales necesarios para definir una política de largo plazo que permita poner en marcha la potencialidad productiva de la Argentina.
Resulta significativo, por ejemplo, que Daniel Scioli haya salido a marcar la necesidad de una confluencia política con Schiaretti, con Juan Manuel Urtubey y hasta con Facundo Manes. Indica que ese proceso de reconversión ya está en marcha y es irreversible. La única incógnita reside en su ritmo de desarrollo, que determinará hasta dónde podrá avanzar desde aquí hasta las elecciones.
Dentro de este clima de creciente incertidumbre, cabe empero identificar tres certezas. La primera es que la decisión de Macri hizo que las opciones electorales en Juntos por el Cambio, quedaran reducidas a las disputas entre Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich, con un radicalismo resignado a un rol políticamente subordinado. La segunda es que la presencia de Milei determina que la elección no se definirá en la primera vuelta del 22 de octubre sino recién en el balotaje del 19 de noviembre. La tercera es que, por ese mismo motivo, el gobierno entrante no tendrá mayoría parlamentaria propia, puesto que la integración de ambas cámaras del Congreso nacional se decide en la primera vuelta.
Cabe acotar que, hoy mismo, el Interbloque Federal de la Cámara de Diputados, que preside Alejandro «Topo» Rodríguez, elegido en 2019 en la lista de Roberto Lavagna y que incluye a los diputados del peronismo de Córdoba, y el naciente bloque de unidad Federal del Senado, escindido de la bancada oficialista y en el que participa la senadora cordobesa Alejandra Vigo, se hayan convertido virtualmente en los árbitros en las decisiones en ambas cámaras del Congreso.
Esta situación de lo que Juan Carlos Portantiero definió años atrás como un «empate hegemónico» obligará a focalizar la atención en dos instancias sucesivas. En primer lugar, y durante el breve lapso de cuatro semanas que trascurrirán entre ambas vueltas electorales, a las eventuales negociaciones entre los candidatos «finalistas» y las terceras y cuartas fuerzas, cuyo caudal podría desnivelar la balanza en el balotaje e inmediatamente después en los acuerdos políticos que el nuevo presidente tendrá necesariamente que buscar para garantizar la gobernabilidad en un escenario de extrema volatilidad económica y de aguda conflictividad social.
El paso al costado de Macri y Cristina Kirchner desata una tendencia hacia una creciente horizontalización política en las dos coaliciones hasta ahora dominantes y las apremiantes exigencias de la crisis obligarán al nuevo gobierno a ampliar sus bases originarias de sustentación. Las elecciones de este año no son el fin de la historia. Constituyen, sí, un hito fundamental, pero representan un suceso dentro de un proceso mucho más vasto que ya está en marcha.
El actual proceso electoral constituye entonces el punto de partida para una inevitable reconfiguración del sistema de poder político, que empezará a definirse en la segunda vuelta del 19 de noviembre pero que seguramente adquirirá su forma más acabada recién a partir del 10 de diciembre y en los meses subsiguientes. De aquí hasta entonces, la Argentina atravesará una etapa de transición entre el ocaso del ciclo histórico del «kircherismo», que signa el presente, y lo que vendrá.
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