Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
1.- El aseo farisaico, para cubrir la inmundicia moral.
Los fariseos, y los judíos en general, observan meticulosamente los rígidos preceptos referidos al aseo personal, y a los platos y vasos empleados en la comida. Los discípulos de Jesús son rudos y poco cultivados; no se atienen a esa concepción ritual de lo puro e impuro. La crítica de los rigurosos observantes de aquellos preceptos humanos, ofrece la oportunidad de que el Señor ofrezca una magnífica enseñanza. Los reprende severamente, tildándolos de hipócritas, revelando la malignidad de una concepción de la pureza muy distante de la verdad.
El descuido del mandamiento divino, por causa de una apariencia de limpieza puramente exterior, inspira a Jesús una conclusión moral de extraordinaria importancia: “Escúchenme todos y entiéndalo bien. Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre. ¡Si alguien tiene oídos para oír, que oiga!” (Marcos 7, 14-16).
El fariseísmo, de lamentable actualidad, disimula la corrupción bajo una alfombra de rectitud exterior y de cierta “moralidad”, que convierte lo malo en bueno, y el error en verdad. El Divino Maestro asegura que no es la apariencia la que constituye al hombre en bueno o malo, sino lo que sale de su corazón. Su doctrina exige transparencia y verdad. No soporta la hipocresía de quienes ocultan la impureza real de la que está inspirada por una preceptiva externa y simuladora. Sus discípulos, que comen sin lavarse las manos, mantienen un comportamiento que califica la auténtica moralidad. Es lo que aprenden de su Maestro y Señor.
La mentira y la simulación descalifican cualquier intento de ser considerados honorables en la sociedad. Lo importante y necesario es conservar la pureza del corazón. La observamos en los niños y en los pobres de corazón, ante la mirada escrutadora de un mundo que construye castillos de naipes, que se desmoronan ante la mínima brisa. La solidez de la verdad asiste y fundamenta la vida de los tocados por la mirada convocante y serena de Jesús. Por ello es urgente recordarnos que Cristo es el “Emanuel” – Dios entre nosotros – para que el encuentro con Él inspire y comande nuestro comportamiento.
2.- Transformar el mundo, no dejarse transformar por él.
Cristo se transparenta en la pureza de corazón de sus santos. Por lo contrario, su imagen queda en la penumbra cuando sus seguidores ceden al engaño de un mundo sumido en la mentira. La sencillez de la paloma no contradice la sagacidad de la serpiente: “Yo los envío como a ovejas en medio de lobos: sean entonces astutos como serpientes y sencillos como palomas”. (Mateo 10, 16)
La vida cristiana no es exclusión del mundo, ni tampoco pertenencia a él. Los cristianos tienen como misión transformar el mundo, no dejarse transformar por él. Para ello, será preciso depender de la gracia del Espíritu, a Quien Jesús resucitado le ofrece todo el espacio que deben ocupar los suyos. Es inevitable que se produzca un grave conflicto entre la Verdad, que Cristo personifica, y las densas tinieblas, que el error y la corrupción pretenden instalar en los principales acontecimientos del mundo.
San Pablo enseña que la vida cristiana es una batalla a librar continuamente, hasta el fin de los tiempos. En esa batalla los contendientes reciben heridas de mayor o menor gravedad. Las biografías de los santos permiten comprobar cómo fueron vapuleados por las fuerzas del mal. La paciencia, y la confianza en el poder de Cristo, constituyen el soporte necesario para mantenerse firmes, en la dura lucha por la fidelidad. Ahora es el tiempo de que la semilla aproveche la buena tierra y evite la contaminación de la cizaña. La gracia de Cristo, dispensada por la Iglesia, es el poder divino que derrota al pecado y a la muerte. Es preciso ofrecerla en todo momento, sea favorable o desfavorable.
Los Apóstoles, grandes batalladores, formados por el mismo Cristo, en la intimidad de su escuela, constituyen modelos – de quienes aprenden – como ellos aprendieron del Maestro. La escuela apostólica, en plena actividad, alberga a los modernos apóstoles y los sigue enviando al mundo, para la conversión de los pecados a la santidad. El rector de dicha escuela es el mismo Cristo. Es allí, y en su contemplación, cuando los actuales apóstoles se preparan para ofrecer al mundo el Santo Evangelio. Esa sintonía de corazones y voluntades, entre Jesús y sus discípulos, es imprescindible para que el mundo tenga la oportunidad de vencer su incredulidad.
En cierta ocasión Jesús define a sus creyentes seguidores como la sal y la luz: “Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres”. “Ustedes son la luz del mundo…” (Mateo 5, 13-15)
3.- El mal procede del interior del hombre.
Jesús exhorta a sus más íntimos seguidores a mantener el corazón puro de toda inmundicia moral. De la intimidad personal procede el mal. Para que el pecado no contamine los corazones, y empuje a los hombres a la corrupción, será preciso que sea Cristo quien lo elimine y, de esa manera, no permita que el mal inspire comportamientos delictivos, que hoy nos espantan y debemos lamentar. Cristo produce un cambio profundo, cuando las personas deciden seguirlo y adoptar la novedad de su Vida filial y fraterna.
El Evangelio, predicado por los Apóstoles y la Iglesia, no es una mera opción teórico-religiosa: “Yo no me avergüenzo del Evangelio, porque es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen…”. (Romanos 1, 16) Allí, el Santo Espíritu realiza su obra artesanal, y se produce la transformación del corazón humano. La historia de la santidad de la Iglesia exhibe cambios radicales, en personas humanamente desahuciadas.
El 28 de agosto hemos celebrado la memoria del gran San Agustín. Regado por las lágrimas de su madre, Santa Mónica, el camino hacia el encuentro con la fe lo condujo a una vida de santidad admirable. Innumerables son los santos que, a lo largo de la historia, han testimoniado la eficacia de la gracia. Es oportuno y necesario, exponer los surcos indelebles que, esas transformaciones han causado en el mundo. Para la gracia de Cristo no existen los imposibles. Nuestros “imposibles” no lo son para Dios.
Es preciso probar, con estos innumerables ejemplos, que nada está perdido, mientras la gracia de Cristo no sea rechazada. Así lo entendió el Apóstol y Evangelista San Juan, en el magnífico prólogo de su Evangelio. Hemos repetido, en estas páginas, la urgente necesidad de volver al Evangelio – a Cristo – dejando que influya en el pensamiento y en la vida de los hombres. Inmensa tarea únicamente atribuible a la acción evangelizadora, que la Iglesia debe ejecutar.
* Homilía del domingo 1 de septiembre