Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
Su misión es enseñar.
Jesús se mezcla con los piadosos observantes de su pueblo y asiste al culto celebrado, el día sábado, en la sinagoga. Lo hace como uno más, aunque no disimula su verdadera identidad de Hombre y Dios: «Entraron en Cafarnaúm y cuando llegó el sábado Jesús fue a la sinagoga y comenzó a enseñar», (Marcos 1, 21).
Su misión es enseñar, y hacer que sus seguidores celebren en la vida sus divinas enseñanzas. Vino a manifestarse como la Palabra de Dios y, por ende, como revelación de la voluntad del Padre, logrando así sanear la libertad de los hombres, hasta entonces afectada por el pecado.
El poder de la Palabra, que Él encarna, se manifiesta en el misterio de la Cruz. Al consentir ser despojado de la vida, de manera tan humillante, puede generar la Nueva Vida, para todos.
Conmueve pensar en el precio que debió pagar para redimir a los hombres. Los Santos se mantenían en contemplación humilde ante su Cruz.
- Su autoridad causa admiración.
Su enseñanza, y el método de su transmisión, admiran hasta la consternación a quienes lo escuchan: «Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas», (Marcos 1, 22). En Él se manifiesta una asombrosa habilidad pedagógica que, no obstante, no termina en ella, la trasciende hasta sorprender a sus oyentes. En Él hay algo indescriptible que, ciertamente, tiene su origen en su calidad de Palabra de Dios.
No olvidemos que Jesús es el Verbo encarnado y, por lo mismo, jamás negará su identidad divina. Por ser «quien es» puede redimir al mundo de su pecado y conducirlo a la perfección, propuesta por el Creador.
Los sucesivos textos evangélicos nos ofrecen la posibilidad de develar en el Hijo del hombre, al Hijo de Dios. Es decir, nos pone en condiciones de reconocer en Cristo al Emanuel, con la potestad de restaurar la imagen de Dios, dañada gravemente por el pecado. Es su misión, tan desconocida por este mundo paganizado e invasivo, con el que se nos pretende identificar.
La santidad que nos asemeja a Cristo encarna la contrapropuesta proveniente de Dios, que únicamente Cristo podrá proponer como proyecto de vida.
- La Ley suprema del Reino.
Lo hace desde su compromiso, expresado en la Encarnación, que lo solidariza con cada persona humana, asumiendo la carne, purificándola del pecado -del que Él está exento- y conduciéndola a la santidad, que sí le es propia.
Para ello, padece el horrible martirio de la Cruz, revestido de nuestra naturaleza, en Él dispuesta a la inmolación por amor.
Así se presenta Cristo a sus discípulos, preparándolos para lo que vendrá, conforme a las profecías. No viene a triunfar sino a vencer el mal, exponiéndose a la persecución y al odio, que el pecado de Adán ha originado. Es así como tiene éxito su misión.
Su trono real es la Cruz, y su logro es la eliminación del pecado y de la muerte.
De esa manera establece su Reino, y deja enumeradas las condiciones para ser ciudadanos del mismo. Su Ley suprema es el amor y, por lo mismo, el odio constituye un estado delincuencial merecedor de grave sanción.
Cuando observamos el predominio actual de la violencia y de la injusticia -en una sociedad aparentemente progresista-, deducimos que las apariencias engañan. La ruina va por dentro si el corazón sigue corrompido por el egoísmo. Es oportuno un examen sincero, abierto a la conversión humilde e inmediata.
- Su autoridad universal.
Aquellos testigos de las primeras apariciones de Jesús en público, destacan la «autoridad» que manifiesta al enseñar y a obrar prodigios. ¿Cuál es su secreto? No existe otro que el derivado de su espontaneidad y transparencia. Él es quien es: el «santo de Dios». Y así se manifiesta siempre, ante todo el mundo.
Sus mismos adversarios lo reconocen. Lo saben honesto e incapaz de hacer acepción de personas. No callará cuando deba hablar, y guardará silencio cuando la verdad corra el riesgo de ser manipulada por quienes la niegan. Así obra ante Poncio Pilatos y el frívolo Herodes.
- Homilía del
domingo 28 de enero.
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