Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia.
El pecado del mundo.
Juan reconoce la presencia de Jesús y lo identifica como el Cordero de Dios, que viene a eliminar el pecado del mundo. El pecado consiste en pretender alejar a Dios de la vida corriente: rechazarlo y desoír sus exigencias. Nos encontramos en este mundo, para el cual Dios es un nombre para la invocación, tanto en los momentos críticos como en los triviales. Para los grandes -los sabios pequeños- Dios es importante. Más que importante, como lo fue para el humildísimo Juan Bautista. La consecuencia de ese reconocimiento es la soledad: «Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús» (Juan 1, 37). Y por lo tanto, dejaron de acompañar a Juan, ya que habían encontrado al anunciado por los Profetas y, últimamente, por el mismo Bautista. Habían percibido un entusiasmo contagioso en la prédica de su austero maestro, que logró despertar su curiosidad. Santiago y Juan experimentaron la atracción misteriosa de Jesús. Y se fueron en pos de Él.
2.- Invitación a la intimidad con Cristo.
El Señor presta atención al seguimiento de los discípulos de Juan: «Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: ¿Qué quieren? Ellos le respondieron: «Rabbí – que traducido significa Maestro – ¿dónde vives?» «Vengan y lo verán» les dijo». (Juan 1, 38-39) La inquietud de los discípulos y la respuesta del Maestro convergen en aquel momento. Sin proponérselo, Juan es el intermediario. Es elegido por el Padre para ello y, como es su costumbre, no dilata la respuesta. A Dios no se lo puede hacer esperar indefinidamente. Aquellos discípulos habían aprendido esa lección y aceptan, de inmediato, la amable invitación del Señor. El texto evangélico relata que permanecieron con Jesús durante todo el día. No conocemos cuál fue el tema que los entretuvo. Permanecieron con Él hasta las cuatro de la tarde. Una convivencia que les permitió conocer la intimidad del Maestro y sellar definitivamente aquella relación de Maestro a discípulo y viceversa. Juan había terminado su misión y se dispuso a desaparecer para que el Mesías iniciara la suya. Alcanzada la plenitud de los tiempos, Cristo se hará cargo de la salvación de los hombres, orientando su historia al cumplimiento de las profecías.
3.- Una vigorosa predicación y el bautismo con agua.
Hasta la aparición del Precursor, el pueblo alienta la esperanza, infundida por las Escrituras y los Profetas, de la llegada del Mesías. Una figura diluida por las más contradictorias interpretaciones. El deseo de ser liberado de ocasionales opresores inspira -en el pueblo- identidades mesiánicas incoherentes y desconectadas de la auténtica revelación. La misión de Juan Bautista es infundir la honestidad requerida para identificar al verdadero Mesías. Su bautismo penitencial abriga el propósito de purificar -de falsas imágenes- al Mesías esperado. Para ello, la predicación de Juan está orientada a suscitar el reconocimiento de los pecados y alentar el cambio de vida. Con ánimo de trasladar a la vida terrena la Palabra que Juan proclama y, que hecha carne, es presentada al mundo como expresión de la voluntad de Dios, para ser obedecida por aquel pueblo disperso y rebelde. El mundo actual padece la misma rebeldía y necesita ser redimido de su pecado. Juan prepara el camino del Salvador y enseña a reconocer, en las enseñanzas y mandamientos de Jesús, la expresión inequívoca de la voluntad del Padre. Cuando aparece Jesús, Juan reconoce que es Él el perdonador del pecado del mundo: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Juan 1, 29).
4.- El mundo necesita la predicación de la Palabra.
Es preciso que la Iglesia, al modo de Juan Bautista, dirija su predicación a la conversión de las personas. El poder convocante de la predicación consiste en que sea reconocido el pecado y en la que se adopte la decisión humilde de cambiar de vida. Si no se logra, al menos en algunos pocos, cualquier estrategia pastoral, aunque técnicamente ponderable, se manifiesta inhábil para influir en las personas y en sus principales realizaciones sociales, políticas y culturales. Un simple examen arroja el más triste resultado. El mundo necesita, aún sin ser consciente de ello, que se le predique como Juan, para encontrarse con su Salvador.
.