Por Guillermo Alfonso
Se viven momentos turbulentos en el mundo y la Argentina no es ajena a ello. Pero nuestros problemas siguen siendo la falta de conducta; la ausencia de acuerdos; privilegiar y potenciar las mezquindades. Todas esas falencias empeoran la frágil situación económica.
Hay una inflación sin precedentes, con un crecimiento de la indigencia y la pobreza que repercute hasta en los trabajadores en «blanco», quienes hasta hace poco eran considerados sólidos integrantes de la clase media.
¿Hasta cuándo se seguirá con estos métodos de populismo y toma de decisiones sobre los que aportan con sus impuestos? Y la pregunta tiene que ver con los déficits. Es decir, un conjunto de «desequilibrios» que no se limitan sólo a la definición económica, aquella simplificada en «se gasta más de lo que se recauda». Sino que también son consecuencia del comportamiento, la conducta y la responsabilidad de quienes tienen la obligada responsabilidad -más que la función- de gerenciar el Estado.
«Se necesita un Estado eficiente» es la definición que fluye en la retórica de la mayoría de los actores políticos sin importar su raíz ideológica. Pero, ¿alguno se animó a definir que es el Estado?
Entre «Estado Omnipotente» y «Estado Mínimo», los ciudadanos son rehenes de eternas y repetidas promesas de campaña. Es decir, quedan cautivos de una grieta que no para de ensancharse.
La condición de «cautivos» de una decadencia marcada y continua es consecuencia de la destrucción paulatina y constante del compromiso que cada individuo tiene con la sociedad en general.
¿Una forma de Ser?
Las violaciones a las normas del tránsito son un buen ejemplo de lo dicho. Según una investigación realizada en Buenos Aires (en el país es así), cada automóvil particular viola un semáforo en rojo una vez por día, aproximadamente. Los colectivos, cada uno, violan semáforos a razón de casi dos por hora, cada día. En términos comparativos, la Argentina es el país con el mayor número de muertos en accidentes de tránsito en el mundo.
Esto no se agota en el incumplimiento de normas viales; también se violan los códigos de edificación; se adulteran alimentos y medicamentos; se falsifican títulos profesionales; no se cumplen los horarios (la puntualidad en un sentido amplio es una norma que no sólo caracteriza a la vida civilizada, sino que mejora la eficiencia de la sociedad en general); se ensucian los espacios públicos y se pagan sobornos para no cumplir con determinadas normas. El sociólogo francés Emile Durkheim en el siglo pasado acuñó el término «anomia» para describir ese comportamiento social. Durkheim sostenía que «en una situación en la que se borran todos los límites, los deseos y las pasiones se vuelven desmedidos». Es decir, prevalece la autopercepción del «derecho propio» por sobre el «derecho colectivo», aún cuando se violan normas de manera consciente.
¿Por qué será que cada vez se está más lejos de poder cambiar esto?
No hay «ausencia» de normas o vacío legal. Lo que explica el carácter de «anomia» de la Argentina, o quizás el desprecio a las «Leyes» por parte de diferentes sectores de la sociedad es la falta de orden. Y el orden es directamente proporcional a la conducta, la que de una u otra manera se convierte en ejemplo. Es decir, vale citar que, si el mérito es superado por el nepotismo prevalece el razonamiento de que la «meritocracia» es una utopía y, la elección individual, es el sometimiento a la conveniencia o al amiguismo.
¿Sálvese quien pueda?
Muy propio del «ser argentino» es recrear su propia «Arca de Noé». En Corrientes, dependiendo del «status» puede ser canoa o piragua. Frente a la posibilidad de un «cataclismo» económico y social, el instinto de supervivencia implica aceptar cualquier cosa -aunque vulnere convicciones-con la esperanza de mantener la nariz por sobre el nivel del agua.
En ningún ámbito las normas, las leyes, los principios y valores permanecen estables. Típico de una sociedad hipócrita, nadie hace lo que dice, ni respalda lo dicho con sus actos.
De arriba hacia abajo, el mensaje es «sálvese quien pueda». Y, como desde abajo hacia arriba no hay cuestionamientos a la corrupción, el ventajismo y los privilegios, quienes deberían dar buenos ejemplos siembran una anarquía expliícita disfrazada de «acción política» y «gestión de gobierno».
Frente a tanta mediocridad moral y social, el destino marcado es la destrucción de una sociedad civilizada. Las leyes serán -en gran parte ya lo son- letra muerta; la honorabilidad hoy representa apenas una palabra que sobra en la conciencia de la mayoría de referentes políticos; la ética es eclipsada por la mutación conveniente; y, si algo faltaba, está claro que la política abandonó la praxis de buscar el «bienestar general».
El ciudadano debe inmiscuirse en el día a día institucional. Aún a costa de sacrificar parte del tiempo que le insume sobrevivir en la crisis.
Si no lo hiciera, la dirigencia política continuará interpretando que todo está bien, porque están convencidos que las quejas son casi inexistentes.
Porque el poder político transita una realidad distinta a gran parte de la sociedad. La «burbuja» de su existencia ideal dispone de un oneroso aparato comunicacional que respeta el «guión» incentivado por una pauta casi sin límites.
La rebeldía y el compromiso no germinan. Hay una resignación que oprime cualquier intención de cambio. El factor común, que unifica a la mayoría, es la certeza de que el «gatopardismo» se erigió como modelo a seguir.
Se acepta como natural cambiar de collar sin cambiar de dueño. Y al final, todos mordisquean el mismo «hueso».
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