Una de las cuestiones, sobre las que más se ha hablado en estos años, y se sigue hablando por estos días, es de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el más alto Tribunal de la República, cuya función esencial es la de ser, custodio de la vigencia de las garantías constitucionales como intérprete final que es de la Carta Magna.
Es, en un régimen institucional, la última palabra. Con sus fallos, se supone, se cierra toda discusión, y se fija -a la vez- jurisprudencia sobre casos a los cuales deben remitirse los tribunales inferiores en la aplicación del derecho.
No pocas veces, la Corte, ha establecido lo que se llama una creación pretoriana del derecho como lo es, por caso, la del recurso extraordinario por sentencia arbitraria, incorporado como novedad -en un precedente- originado en los tribunales de Corrientes, en el cual al alto Tribunal le tocó intervenir, en cuatro oportunidades, a lo largo de una causa de prolongadísima duración, hasta que finalmente hizo uso de una facultad excepcional, que le otorga el artículo 16 de la ley 48, y resolvió sobre el fondo de la cuestión obviando, una nueva remisión al Tribunal de origen, luego de hacerlo tres veces anteriores sin que los tribunales de Provincia adecuaran su fallo a las pautas fijadas por el fallo del alto Tribunal, en un virtual alzamiento contra el mismo.
En esa oportunidad, la Corte se avocó a la resolución del tema de fondo, y, a pesar de no ser un caso en que tenga la competencia originaria, sino que actuaba como instancia de alzada, ordenó cumplir su propia sentencia y, hasta llegó a fijar un plazo perentorio de 30 días para su cumplimiento, como forma de hacer valer su propia autoridad y zanjar -definitivamente- una controversia cuya solución se dilataba en el tiempo, en medio de las fuertes presiones lógicas, derivadas de quienes eran las partes en ese juicio.
Lo dicho viene a cuento de lo que pasa por estos tiempos. Los políticos y los justiciables en general, una y otra vez hablan de la Corte sin tener la más mínima noción de cómo es su funcionamiento y órbita de competencia, claramente determinada por su normativa, y sus propios ritos muy particulares.
Es común escuchar, ante cualquier situación, la advertencia, casi como amenaza, de ir a las últimas instancias, invocando una y otra vez a la Corte, algo de lo cual se hace uso y abuso las más de las veces por desconocimiento de su función, y normas de procedimiento.
A ello se suman cuestionamientos políticos, que desgastan una institución a cuya preservación, por la que, antes que nadie, deben velar los propios integrantes del alto Tribunal que muchas veces no lo hacen por no hacer respetar la primacía que la Corte tiene en el esquema institucional de la República.
Vamos a dos aspectos esenciales que clarifican el concepto. El primero que un fallo del alto Tribunal no se discute. Se cumple. El mismo se debe tornar operativo sin discusión posible y ello, no sólo en relación al caso que resuelve, sino como una señal fuerte hacia abajo para que todas las instancias inferiores respeten la importancia de lo que implica una sentencia de la Corte Suprema.
El tema viene a colación con dos ejemplos que, por conocidos, hacen a la importancia del precedente. Uno es el caso «Boudou», más allá del nombre y de su adscripción partidaria. Resuelto el recurso debió, sin más, cumplirse en lo que en su momento implicaba el cese de la libertad, y no quedar librado a nuevas interpretaciones de tribunales inferiores lo cual produjo una relajación del principio de autoridad de la propia Corte. Otro es el caso de la disputa por la quita de la Coparticipación a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Caba). Algo que debieran tener en cuenta los gobernadores que alegremente salen, casi a modo de amenaza con ir a la Corte siendo que nada mejor para el Gobierno nacional que opten por ese tortuoso e inconducente camino que nunca lleva a buen puerto, siendo habitual que terminen con el caballo cansado negociando con el poder administrador que es el que tiene «la birome y la caja». Los gobiernos de las provincias no tienen espaldas para esperar el tiempo de la Justicia. De ahí la importancia de ver lo que pasó con el tema de la Ciudad Autónoma. Ahí se sustanció la causa, se realizaron los procedimientos propios que garantizan la vigencia de las garantías constitucionales, escuchando a las partes e incluso habilitando instancias de conciliación que fracasaron. Finalmente, la Corte se pronunció con lo que el caso se suponía cerrado. Pasó el tiempo, muchos meses, y el fallo sigue sin cumplirse lo que supone un desgaste que devalúa más el concepto de Justicia, y la propia jerarquía institucional del alto Tribunal.
Por estos días, vuelven a ser noticia nuevas reuniones de funcionarios del Gobierno de Caba con autoridades del Ministerio de Economía de la Nación, algo absolutamente inentendible, que habla muy poco en favor de la idoneidad de los funcionarios que defienden los derechos de la Ciudad Autónoma que, a esta altura, nada tienen ya que discutir sino hacer que el fallo de la Corte se cumpla, algo extremadamente simple, por ser una causa, como se dijo en que el alto Tribunal tiene plena jurisdicción, por ser competencia originaria, al estar -de por medio- la Ciudad Autónoma que tiene el status de Provincia frente a una demanda contra el Estado nacional. Dictado el fallo los apoderados de Caba debieron levantar un acta notarial ante los funcionarios competentes, obligados a efectuar los depósitos, fijándoles un término perentorio para cumplirlo, bajo apercibimiento por un lado de atribuirles responsabilidades penales a los mismos, por no hacerlo en tiempo y forma de ley, y responsabilidades civiles solidarias a las del propio Estado.
Esta acta notarial, que supone agotar la vía de reclamo administrativa, presentarla a la Corte solicitando a la misma que se dé intervención al fiscal para que promueva la investigación penal, y en lo civil -primeramente- que se fijen «astreintes», esto es una multa diaria a ser pagada por el Estado y los propios funcionarios que incumplieron, en responsabilidad solidaria, sin perjuicio de solicitar a la Corte el cumplimiento efectivo de su decisión firme procediendo al embargo de las cuentas de tesorería, con la transferencia no sólo del capital hasta entonces adeudado sino del goteo que surja conforme a la aplicación de los preceptos normativos de aplicación.
Nada de esto ha ocurrido. A los ojos de la gente hay, un Gobierno de la Ciudad impotente para hacer valer sus derechos, y hay una Corte Suprema impávida, que se autoflagela en el mundo tribunalicio y ante una opinión pública que -con razón- abona el descreimiento al funcionamiento de la Justicia, algo que muestran patéticamente todos los sondeos de opinión que recogen la percepción de la gente respecto a las distintas instituciones.
Esta circunstancia es grave, en un contexto como el que se ha vivido en los últimos años, en el que el más alto Tribunal de la República ha quedado «en la picota». Se instaló la necesidad de su ampliación, incluso con proyectos poco serios, en cuanto a su número y funcionamiento. Se habló, y hasta se llegó a la promoción de un juicio político a sus integrantes, claramente inviable en términos de realidad política, más allá de la manifiesta inconsistencia argumental.
La Corte, por su parte, poco ha hecho para revalorizar su función esencial, lo cual es lamentable. Han sido los propios jueces supremos de la Nación los que han contribuido, en su inacción, a dar crédito a críticas, en su mayoría infundadas, en las cuestiones de fondo, pero que tomaron vuelo por la falta de una política por parte de la propia Corte que no supo salir airosa teniendo los elementos para hacerlo.
Una de las críticas pasa por la lentitud del Tribunal. Otra por la falta de argumentación en sus decisiones, y otra por la discrecionalidad en el manejo de los tiempos.
Estuvo el caso de la habilitación de la candidatura de Carlos Menem en que la Corte tardó tres horas para resolver desde el momento en que ingresó el pedido por Mesa de Entradas y otro, como el de la constitucionalidad de la ley del Consejo de la Magistratura en que tardó 15 años.
En esto hay que poner de manifiesto otra de las omisiones de la propia Corte. Hay decisiones que fijaron jurisprudencia. Una, la más emblemática quizás que fue el caso «Badaro» en materia previsional. Se resolvió el caso particular pero, quizás, lo lógico hubiera sido determinar que ese precedente sea de aplicación en casos análogos con una clara determinación hacia las instancias inferiores de la obligatoriedad de aplicar sus principios impidiendo que lleguen a la Corte miles y miles de casos parecidos recargando la tarea del Tribunal.
Aún cuando nunca se puede cerrar la posibilidad a un justiciable de llegar a la Corte, hay formas de evitar que ello se constituya en aventuras dilatorias. Vamos casos concretos. El universo jubilatorio se ve, desde hace años perjudicado por la interpretación que hace la Anses de las normas liquidatorias de los beneficios previsionales. En el caso Badaro se fijó una norma interpretativa. Hay que aclarar que el jubilado afectado, el que realmente aportó en su período activo, ha venido siendo defraudado por el Estado. Esto, en el largo período de Sergio Massa al frente del organismo, fue casi una política de Estado. Se liquidaron mal los beneficios. Lo concreto es que, del cien por ciento de los jubilados afectados, la realidad indica que menos de un 25 por ciento acuden al reclamo judicial. El resto se resigna. Primero porque no tiene fuerza, voluntad, asesoramiento ni medios para hacer valer sus derechos. Y, los que van a la Justicia, se someten a un largo camino, en el que, muchas veces, la muerte los sorprende sin llegar a buen término, con menoscabo a su salud por la energía que pierden en la esperanza por obtener justicia. Lo más grave es que la Anses, aun sabiendo cual es el criterio de la Corte, igualmente los llevaba a litigio, con el agravante que, aun sabiendo de que el resultado final sería adverso, por aplicación del precedente Badaro, el organismo previsional hacia uso y abuso de las instancias recursivas, dilatando el reconocimiento de un beneficio por cuya obtención un altísimo porcentaje de los jubilados perdían la vida en el largo trámite de las sucesivas instancias judiciales.
Se llegó a tener 350.000 causas en trámite, todas con un final cantado. La cuestión era ganar tiempo. Desgastar al jubilado reclamante frente a un Estado ausente donde los derechos humanos, en el caso, no existen.
Y, en esto, la Corte Suprema no supo, o no quiso, establecer normas que impidan este recargo de tareas, amén del calvario a miles de jubilados. Entre ellas, la bajada de línea a las instancias inferiores para que no concedan, en forma directa, los recursos y la fijación de un monto a pagar, por parte de la Anses, en la interposición de las quejas, lo suficientemente importante como para disuadir de esa práctica dilatoria y vejatoria para los jubilados. De hecho, la responsabilidad de la Anses, y del poder político que pudo instruir a los apoderados del organismo a que no apelen decisiones respecto a las cuales existían ya criterios predeterminados.
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