Por Diego Fonseca *
Miles, millones de personas han abrazado la fe y se golpean el pecho de amor y orgullo cuando ven a Donald Trump, Jair Bolsonaro, Nayib Bukele, Evo Morales o Cristina Fernández.
Son las masas: los creyentes. Votan gobiernos abiertamente autócratas o autoritarios y en ocasiones de vocación totalitaria que recortan derechos y flamean soluciones milagrosas (e imposibles). Y lo hacen porque, por fin, los han escuchado. No importa si son candidatos misóginos, xenófobos y racistas; mentirosos y corruptos; sectarios y violentos. El enojo y frustración de esas masas de votantes creyentes al fin encontró justificación: alguien les dice lo que querían oír.
El resultado: la calidad democrática de nuestros países no ha mejorado con los mesianismos. En nombre de una entelequia que llaman «pueblo» y solo existe en tanto les rinda culto, muchos de los nuevos líderes de los últimos treinta años se han cargado instituciones, gobiernos, economías, futuros. Trabajaron para convertir a ciudadanos en devotos.
Pero hay camino. A las democracias latinoamericanas no las salvarán sus jefazos sino algo más pedestre: nosotros. Sus ciudadanos.
Vivimos tiempos turbulentos. La política de los sentimientos patea en el piso al racionalismo. Podemos explicar mil veces qué está mal, y dará igual: mientras un elector sienta que el líder lo representa -incluso con caos y brutalidad-, seguirá idealizándolo.
Y todo mesiánico saca provecho de la fe de las masas para perpetuar su credo personalista sin importarle el daño que produzca a la calidad democrática. ¿Para qué división de poderes si es más práctico cuando uno solo decide? Síganme, no los voy a defraudar, reclamaba uno. Créanme, pedía Trump. Si no me votaron, no tienen igual derecho a criticarme, sugirió Andrés Manuel López Obrador. Dios me pidió paciencia, apostoló Bukele.
Pues bien, hay límites a la fe ciega y esas fronteras las dibujan colectivos e individuos que cuestionan, reclaman derechos y piden cuentas cuando desde el poder se les pide -u ordena- silencio, obediencia o fe. Al cabo, la mejor inteligencia, defendía Susan Sontag, tiene naturaleza crítica, dialéctica, escéptica y compleja.
Cuesta entender cómo, con tanta agua corrida bajo el puente de la Historia, puede haber tantos que eligen creer antes que hacer su trabajo como ciudadanos: criticar, exigir, demandar más y mejores derechos. No comprar una sola palabra de un demagogo. Dudar.
No es que no lo hayan hecho, claro: si votaron al líder mesiánico para vociferar su cabreo con el statu quo es innegable que se activaron como ciudadanos. ¿Pero por qué bajaron la guardia? ¿Por qué decidieron que ya no era necesario seguir movilizados? ¿Por qué renunciar a la voz, la identidad personal y zambullirse en un colectivo anonimizado?
Sin duda hay una verdad incómoda detrás: si las masas aman a esos líderes es porque todo lo demás que debía funcionar, falló. Partidos, burocracias, políticos, organizaciones intermedias. Nadie hizo -bien- cuanto debía hacer. El fracaso del aparato de partidos para gestionar la demanda social nos dio a Trump, Bukele, Jimmy Morales, Hugo Chávez, Evo Morales y siguen las firmas.
Ningún líder carismático nació por generación espontánea. Lo parieron las contradicciones de nuestras sociedades y los fracasos de un sistema político que ha ensanchado la brecha de la desigualdad y olvidado la agenda social que prometía jubilaciones justas, salarios dignos, salud pública, empleos. Es un enojo pragmático que llevó al líder al poder, pero no debe parar una vez que el líder llega al poder.
Whatsapp y Twitter han ayudado a millones en el mundo a ganar las calles para exigir resultados y cambios. Funciona. En la Guatemala de 2015, miles de ciudadanos exigieron la renuncia de su presidente y vicepresidenta por corrupción y lo lograron. En Argentina, las mujeres llenan plazas para reclamar sus derechos reproductivos y están a punto de cambiar la legislación del aborto. En Bolivia, miles salieron a pedirle a Evo Morales que dejara de perpetuarse en el poder. Desde hace meses en México reclaman el fin de los feminicidios.
Reclamar lo justo en la calle -y en las redes, los congresos, los clubes y más- es un acto de ciudadanía. Cuestionar es vital para desactivar la operación masificadora de la creencia. Pero también es necesario que los líderes reflexionen ante la visualización del reclamo. Cuando el líder responde convocando a su pueblo a defenderle de la crítica, niega importancia al disenso. No pocos, además, inoculan a las masas el odio por el distinto. Los mesiánicos son buenos para crear enemigos donde nada más hay adversarios políticos y ciudadanos exigentes.
Pues bien, señor votante del Amado Líder: sentirse representado por un mandatario no quita su responsabilidad primaria de vigilar al poder como ciudadano. Señalar pasos en falso, molestarse con errores, advertir contradicciones. La ciudadanía no se agota en el voto. Si su trabajo es «transformar» México, hacer que Brasil sea grande otra vez, que Argentina salga de su cíclica crisis económica, Venezuela recupere la cordura, Nicaragua, la humanidad o El Salvador no sea corrupto, nuestro trabajo es empujarlos a que lo hagan.
Debemos vencer esa maldita fe de las masas. Sacudir al devoto. Mudarnos de «el pueblo» -esa palabra hueca que revolean desde López Obrador a Fernández de Kirchner- a «ciudadanos». Los redentores que ofician de presidentes no son dioses ni figuras marginales: son individuos comunes que han sido elegidos por otros individuos comunes para que cumplan el trabajo que prometieron. Les dimos el poder, ahora hay que obligarlos a que laburen. Para todos.
Hay margen, porque nada dura para siempre. Las masas no responden todo el tiempo solo a la promesa de amor del mesías. Nuestros hijos no comen carisma. El líder es líder mientras da resultados. Cuando falla sistemáticamente -como aquellos a los que desplazó-, la ruptura del enamoramiento monolítico corroerá su poder. La dialéctica del amor entre las masas y el líder acaba cuando las personas comparan y cuestionan. Empecemos a hacerlo.
- The New York Times 2020
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