Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
El Reino de los Cielos.
Los valores del Reino de Dios constituyen un tesoro cuya adquisición demandará «venderlo todo».
El tesoro escondido y la perla preciosa en venta, son también imágenes del Reino por el que vale la pena arriesgarlo todo.
Es oportuno reflexionar sobre el Reino. Es el ámbito gobernado por Dios, al que están invitados todos. Su importancia se manifiesta en la persona de Cristo y en el ejercicio único de su misión.
El Señor lo anuncia, como San Juan Bautista lo anunció a Él: «A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mateo 4, 17).
Si Dios, como lo es, es el Rey de ese Reino, revela el destino de todo el Universo, llegado a su perfección en el hombre. Merece que optemos por él, excluyendo de nuestra vida toda idolatría. Los ídolos, adorados irresponsablemente por el mundo, se oponen al Reino de los Cielos. La Ley suprema de ese Reino es el amor.
- La Ley única del Reino de Dios.
Jesús, mediante su generosa dádiva en la Cruz, revela que la voluntad del Padre es que le amemos y nos amemos con un amor purificado de todo pecado. Cristo enseña cómo lo lograremos: «Este es mi mandamiento. Ámense los unos a los otros como yo los he amado» (Juan 15, 12).
Él nos amó hasta dar la vida en la Cruz. Es la única medida del amor. Esta es la Ley del Reino.
El odio, o la ausencia de amor, pone a la persona en condición de delincuente. San Juan de la Cruz afirmaba que en el día del juicio «seremos juzgados por el amor».
La contemplación inspiró al Apóstol Juan una exacta definición de Dios: «El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Juan 4, 8). Es oportuno relacionar esta expresión de Juan con las palabras formuladas por el mismo Jesús: «Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo» (Mateo 5, 48).
La perfección del Padre está en relación con su naturaleza divina. El Amor es la perfección del Padre y del Hijo. El amor, sin la contaminación del egoísmo (sin pecado), hace de los hombres imitadores de Dios. Es una perspectiva adecuada para entender el misterio del pecado y de la Redención.
- Cristo Rey.
Dios no desestima al pecador, Jesús vino para redimirlo, su salvación consiste en la eliminación del pecado y en la participación de la Vida divina.
El aterrador acontecimiento de la Cruz, permite valorar al hombre en su original dignidad, y entender la enorme importancia de la Encarnación y de la Muerte de Cristo. Mediante las penas de su crucifixión y su inmediata resurrección, Cristo es constituido en el Rey del Reino de los Cielos, y supremo gobernador de la nueva vida de los redimidos. Es entonces cuando es posible dimensionar el amor de Dios y la vocación a la santidad de los redimidos.
Estamos destinados a la perfección del Padre.
Mientras tanto debemos ejercitarnos en la fidelidad a los mandamientos y bienaventuranzas, asistidos necesariamente por la gracia y el poder de Cristo resucitado.
La predicación del Evangelio, en la mente de los Apóstoles, es una transmisión profética que suscita la fe e introduce a los creyentes en la edificación temporal del Reino. La Iglesia, fundada en los Apóstoles y en los Profetas, es edificación del Reino de Dios en la tierra: «Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, que ustedes tienen reservada en el cielo» (1 Pedro 1, 3-4).
- La misión de la Iglesia.
El mundo necesita ser informado de esa Nueva Buena. Es la Iglesia, de la que somos parte, la que ha recibido esa misión.
La cumple significando la salvación, mediante la predicación del Evangelio y la celebración de los sacramentos. Es una verdadera transmisión de gracia, en peligro de ser anulada por un ritualismo farisaico, que se actualiza en la contradicción entre la fe y la vida.
Es preciso someternos humildemente a un examen de conciencia. La revisión de nuestra vida personal, familiar y social -a la luz de la Palabra de Dios- constituye la mayor y más actual de las exigencias de la fe.
* Homilía del
domingo 30 de julio
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