Por Francisco Tomás González Cabañas
La muerte de mi padre me sorprendió en plena redacción de un artículo acerca de la indiferencia como vector monopólico o unívoco de nuestros comportamientos culturales. La noche anterior había intervenido fuerte, como expresan nuestros jóvenes ahora, para que ingrese a un establecimiento médico para interrumpir el deterioro de su salud. Y esa última pulseada le gané, porqué así él había establecido nuestra relación. Yo aparecí en su vida al final de una dictadura que lo despojó, como a millones de argentinos y dentro de ellos a miles de correntinos, del Gobierno provincial, elegido democráticamente, del que era parte como subsecretario de Justicia. Mis primeros recuerdos de vida los tengo viviendo en Buenos Aires, dado que después me enteraría «Walther» era diputado. Se encontraba en pleno ejercicio de un poder, de proporciones bíblicas. Ser un legislador de la Nación en 1983 era poco más que ser un prócer en potencia. Nos veíamos muy poco, nos tratábamos más. Como todo padre, en cada uno de sus hijos, deposita ciertas expectativas no realizadas. En mí germinó lo filosófico. En esa infancia me hablaba de los griegos, de lo determinante de la otredad. Años después descubriría que fue un lacaniano asintomático.
En nuestra relación de padre e hijo, en ciernes, por tal disposición le tocó poner sus reglas de juego. Fue impiadoso. A la par de transmitirme su vocación frustrada de filósofo o pensador, me educó en la lógica del poder. Yo no podía salir con mi padre a tomar algo en el centro, porque inmediatamente se sentaban varias personas a hablar con él. Por supuesto que no tenía chance alguna de hacer nada. Cuando finalizaba el «frustrado» paseo, me explicaba o se explicaba, de la importancia del poder. Tenía un talento natural para ello, del que tal vez no era plenamente consciente.
A medida que en mi primera infancia, me exigía que entendiera que no podía tener una vida normal, porque estábamos «peleando» contra el pacto, contra un sistema feudal, yo iniciaba mi resistencia hacia el poder que ejercía sobre mí. Mis autitos y soldaditos, se convertían en los militantes y dirigentes, con los que tenía que convivir por imposición de Walther. Para estar más tiempo con él, viajaba como uno más en el viejo Peugeot 505, a las recorridas por el interior, en momentos dónde ir a Mercedes te demandaba un mínimo de cinco horas y no existía red social ni teléfono para avisar nada a nadie si pinchabas una goma en los caminos desolados.
Empezarían sus frases, con las que argumentaba su ejercicio pleno del poder ante mí. «Una gran ausencia es una gran presencia, fijate Dios, no está en ninguna lado pero está en todos a la vez, no le conocemos pero siempre pensamos en él». Claro, en un curso teórico, a la edad adecuada, suena fantástico, pero Walther me decía eso, a mis 8 o 9 años, para que entendiera que no iba a pasar Navidad conmigo. Allí comprendí, luego adecuaría los términos, que tenía un padre más simbólico que real, pero que cada vez que ejerciera su patria potestad sería contundente, enseñándome el ejercicio del poder.
Tenía una cuenta pendiente con la justicia, que la saldaría después. Le habían matado, masacrado en verdad, entre cinco cobardes a uno de sus hermanos, al padre simbólico que reemplazaba al real que también era simbólico dado que vivía más entre viajes por cuestiones de trabajo, y de polleras como decía la abuela. La justicia, falla, aprendió Walther, cuando la sentencia fue «legítima defensa» para aquellos olvidables.
En mi pre adolescencia, se independizó políticamente. Derrocado Don Julio, a quién reconoció como su único jefe político y de quien deseó tal vez que fuese su padre, impusieron desde Nación una intervención al partido, el de Perón y Evita, que como a tantos le había hecho conocer Mar del Plata en un viaje en su primera infancia.
Llegaría con ello su segunda diputación nacional y su tiempo de esplendor político. La política no me dejaba opción, debía ser parte de ella, para conservar esa noción simbólica del padre. Así fuese como un militante más, transformando un derecho natural (como el que se entiende y se aplica ahora) en una carga. Ser el hijo de me signó en forma proporcional al poder que ejercía mi padre. Fueron tiempos difíciles para nuestra relación. La mantuvimos en aspectos mínimos, mediante otro gran legado que me transmitió. Conocí la Bombonera, en un partido contra River. Ganamos uno a cero y atajamos un penal. Fuimos los dos solos (en sus tiempos de poder se hacía rodear y lo rodeaban, secretarios, militantes y todo el vodevil) pero cuando hicimos el gol, me abracé con un desconocido. Así fue nuestra relación. Padecí su singular forma de entender las relaciones sentimentales o amorosas. Me esforcé mucho para escindir los tantos aspectos disímiles en los que nos vinculábamos. Aproveché su distancia para hacer la mía, me fortalecí en aquello que había germinado. Decidí estudiar Filosofía, y allí, como cuando enfermaba de niño, aparecía, en dosis homeopáticas Walther, pero en forma contundente. Me apoyó en forma incondicional, sin ambages. Nos llegamos a escribir cartas, que ahora las encuentro en su habitación-búnker que fue mía en la adolescencia. Me escribió «voy a salvar una omisión generacional. Nunca pude saber sí mi padre estaba orgulloso o no de mi lucha, lo sentía, pero nunca me lo dijo ni le pregunté. «Quiero decirte que estoy muy orgulloso de tu lucha, y que siempre vas a poder contar conmigo». Me desarmé y lo lloré por primera vez cuando volví a leer tales palabras hace unas horas atrás.
En tal entonces lo mío consistía en haber fundado un movimiento cultural llamado «anarconihilismo», hacíamos una revista (derechos humanos) y pasamos a la acción cada vez más determinante. El país se caía a pedazos a mediados de 2001 y la contradicción nacional era la mía en particular. La clase política era mi padre a quien debía combatir no como tal, sino como un político en ciernes. Yo vivía en Buenos Aires, y cada tanto él viajaba por sus temas políticos y me llamaba para encontrarnos a comer o tomar algo. Esa vez me dijo que me quería ver. Yo estaba muy radicalizado en mis acciones o las de mi grupo. Lo pulseé. Le dije que sí, pero que lo esperaba en una casa de comidas rápidas enfrente de nuestra sede donde vivíamos en agrupación. Yo sabía que él odiaba las casas de comidas rápidas, pero me dijo que sí, que ahí estaría. Nos vimos, nos «medimos», nos mentimos, hasta que, me ganó la pulseada. Me dijo: «Prestame las llaves de tu casa o búnker que necesito ir al baño, por favor». Cuando regresó me dijo: «De algunas cosas no se vuelven, y te digo porque jamás la violencia te va a llegar a un buen lugar, es decir a un lugar donde no te vuelva». Había allí «herramientas» de todo calibre para expresar nuestras acciones políticas o «revolucionarias». Luego de ello, unas semanas después el grupo se desintegró. Yo volví a Corrientes, me enamoré y acepté militar para él y tenerlo por unos años como «jefe político». Honraba su labor al darle a la inteligencia el lugar que le corresponde a la política. Yo era su hombre para ello. Había hecho legislador a uno de sus hermanos y me asignó como misión que «lo controlara». Yo tenía 18 años, mi controlado más de 50. Así era Walther, así es el poder. Luego de ello, me hizo creer que yo lo convencí para que fuera mi madre legisladora, cuando en verdad ya lo tenía desde hace tiempo determinado. «Convencela a tu mamá». Me volvió a ganar la pulseada, dado que yo me haría cargo del dislate familiar que signaría un procedimiento, totalmente cuestionable y aborrecible, pero imitado a rabiar y más no poder. Los tiempos de la política nepotista. Tal final de mandato, inició el fin de su labor política. Pude volver a reencontrarme con él, habiéndolo despojado de su rol de jefe para conmigo. Nos costó mucho, nos ayudó mi hijo, su nieto Máximo, que fue lo último coherente que le escuché decir o por quién preguntar.
Fue un gran legislador, gran orador, estudioso, responsable, se aburría rápido y se dormía de la nada. Construía más desde la superestructura que desde las bases. Sospecho que en el fondo sabía o intuía que la política en definitiva era expectativa y promesa, por ello prefería «no bajar» tanto a los barrios carenciados, él venía de allí y no quería ser parte de tal coreografía. Operaba mejor de lo que tejía. Más narcisista que carismático, de haber sido al revés habría alcanzado más posiciones, tal vez. Fue profesor universitario, abogado, disputado por sus pasiones y por sus disociaciones sentimentales, amigo de sus amigos y jugador.
Mucho me costó salir de las reglas que él me había impuesto en nuestra relación. Hace años que no competía, en ningún punto ni instancia con él. Le hacía creer que sí y él se prestaba a tal juego. Discutíamos sí, fuerte, pero nunca dejamos de hablar por largo tiempo. Tuvimos más una relación simbólica que real, nuestro vínculo estuvo y seguirá unido por el concepto eterno del poder, que no tiene ni principio ni final.
El actual formato político, como a tantos, bajo esta guía conceptual de la indiferencia que la muerte de Walther interrumpió, lo congeló, lo amuchó, migajas mediante, lo sentenció a este campo peor que el ostracismo, que es el terreno donde reina la crueldad de los indiferentes. A modo distinto, a lo que sucedió en los tiempos de la dictadura, donde primaba el vehículo de la supresión (el secuestro, la agresión, la tortura, la desaparición, la violencia institucional, la reacción violenta, la subversión organizada) en estos tiempos de lo indiferente, es cuando todo se pretende homogéneo o lo mismo. Todo aquello que no lo sea, no será ni cuestionado, ni violentado, siquiera cancelado, simplemente no será. No existirá la nota publicada que no sea dimanada de la usina del poder, no existirá el saludo del pésame al que no pertenece al círculo selecto o de sus seleccionados. No existirá la política que no sea una disputa de medios económicos, de números, por ello que las palabras, las razones y los argumentos, que no salgan de las bocas autorizadas, no serán.
Walther, mi padre, está en otro lugar, es puro símbolo, yo lo honraré logrando filtrar la lógica de los indiferentes, acción que es mi razón y función en la vida y de la que esta instancia tan dolorosa a nivel humano, era imprescindible y necesaria en términos de poder.
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