Por Pascual Albanese
Las crisis representan una fuente inagotable de sorpresas y también de oportunidades. Lo que no fue posible el domingo 3 de julio, cuando la designación de Silvina Batakis en el Ministerio de Economía impidió la asunción de Sergio Massa a la Jefatura de Gabinete, resultó inevitable veinticuatro días después, en circunstancias mucho peores, cuando una debacle absolutamente previsible demostró la necesidad imperiosa de una reformulación integral del sistema de poder instaurado en la Argentina el 10 de diciembre de 2019.
El ascenso de Massa implica un cambio en el gobierno que, tarde o temprano, precede a un cambio de gobierno. Comienza una etapa de transición que culminará con las elecciones presidenciales, cuya fecha de realización tendrá que adecuarse al incierto curso de los acontecimientos.
La inusitada velocidad de los sucesos de las tres semanas previas indicaba ya una tendencia irreversible: la Argentina se acercaba al estallido de una crisis de gobernabilidad de características diferentes pero de dimensiones semejantes a las experimentadas en junio de 1989 con la salida anticipada de Raúl Alfonsín y en diciembre de 2001 con la caída de Fernando De la Rúa. Era evidente que los plazos constitucionales no se compadecían con la creciente descomposición del poder político, acelerada después de la renuncia, o tal vez sería mejor decir caída, del ministro de Economía, Martín Guzmán, y su efímero reemplazo por Silvina Batakis, que desató una tormenta económica de una dinámica imparable.
Cuando las salidas convencionales revelan su incapacidad para afrontar una crisis, la tendencia de los protagonistas es buscar primero variantes «on de box» (dentro de la caja) y, en la medida que éstas se manifiestan inviables, o no funcionan, explorar alternativas «off the box» (fuera de la caja). Esto último es hoy un imperativo obligatorio para todos los actores políticos y sociales, desde el oficialismo hasta la oposición, incluyendo naturalmente a los sectores empresarios, el sindicalismo, los movimientos sociales y la totalidad de los factores de poder que forman parte del mítico «círculo rojo».
La política se transforma entonces en un juego de «ensayo y error» y la salida del laberinto suele emerger recién después del resultado de previos experimentos fracasados.
Con el ascenso de Massa y el virtual confinamiento de Alberto Fernández al papel protocolar de un «presidente a la europea», la creatividad política dio un salto cualitativo. Este cambio abre camino hacia una reformulación integral del sistema de poder que involucre una ampliación de su base de sustentación, una perspectiva favorecida en principio en este caso por los estrechos vínculos que desde hace muchos años mantiene Massa con dirigentes de la oposición, como el presidente del Comité Nacional del radicalismo, Gerardo Morales, y el Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta.
El ocaso del ciclo histórico del «kirchnerismo», entendido no como corriente política sino como alternativa de poder, exhibido en la pérdida de centralidad política de Cristina Kirchner, que la llevó a aceptar la asunción de Massa, supone, como una inevitable contrapartida, una crisis del «anti-kirchnerismo». No solamente el peronismo sino también Juntos por el Cambio están forzados a replantear su identidad para adecuarse a una nueva era del «post-kirchnerismo» que empieza a divisarse en el horizonte.
Quedaron por ahora en suspenso la posibilidad de una renuncia abrupta de Fernández, que en teoría dejaría transitoriamente la conducción del Estado en manos de la Vicepresidenta, y/o del adelantamiento de las elecciones presidenciales, dos variantes que pasaron de ser un mero juego de fantasías tremendistas propias de mentes calenturientas para erigirse en hipótesis verosímiles unidas por un común denominador: la convicción generalizada, aún dentro del oficialismo, de que Fernández no está en aptitud de cumplir su mandato constitucional.
La direccionalidad, y sobre todo los tiempos, de este proceso en marcha estarán determinados por las definiciones de los liderazgos territoriales del peronismo, en especial de los gobernadores y los intendentes del conurbano bonaerense.
Su anterior pasividad, derivada de la confusión reinante y trasuntada en la intención generalizada de separar las elecciones provinciales de la contienda presidencial, resultó insuficiente para garantizar la gobernabilidad de sus respectivos distritos ante el riesgo cierto de un estallido económico-social. Los clásicos encuentros en la sede del Consejo Federal de Inversiones (CFI) aumentaron en frecuencia y en densidad política. Su resultado fue un ultimátum a Fernández cuyas consecuencias están a la vista.
En ese conflictivo escenario cobraron relevancia las declaraciones del gobernador de Santa Fe, Omar Perotti, quien salió a defender al sector agropecuario de las acusaciones presidenciales. Esa actitud de Perotti contrasta con los dirigentes «kirchneristas» que, ante la imposibilidad para brindar una respuesta efectiva a la situación, insisten en asumir una estrategia de confrontación dialéctica contra un imaginario frente «golpista» integrado por los productores agropecuarios que se niegan a vender sus cosechas, un sector de Juntos por el Cambio y los grandes medios de comunicación social.
El sentido de esas críticas de Perotti coincide con la postura del gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti: los tres diputados nacionales cordobeses del Interbloque Federal emitieron un enérgico comunicado de repudio a esos ataques oficiales al sector agropecuario, que llevaban a considerar como enemigo al principal aliado para afrontar el estrangulamiento externo.
Este reacomodamiento de fuerzas genera nuevas condiciones para la negociación de un acuerdo político, gestado institucionalmente en la Cámara de Diputados e implementado a través de un conjunto de leyes aprobadas en el Congreso Nacional, para garantizar la etapa de transición hasta las elecciones. La «hoja de ruta» para ese entendimiento pasa por el cumplimiento de las metas fijadas en el acuerdo celebrado entre el gobierno argentino y el Fondo Monetario Internacional, que fue aprobado con el respaldo de las bancadas opositoras por una amplia mayoría en ambas cámaras del Congreso Nacional, pese a la cerrada oposición del «kirchnerismo», fundamentada por Máximo Kirchner. Precisamente esa divisoria de aguas conceptual marcará la diferencia entre el «adentro» y el «afuera» en la configuración del sistema de poder real en la etapa que se inicia.
Pero la reformulación del actual sistema de poder no es una simple fórmula algebraica que pueda reducirse a una redistribución de la cuotificación de las responsabilidades gubernamentales. Requiere un sentido estratégico, un contenido específico y una misión definida. Demanda, en primer lugar, un acuerdo nacional alrededor de una política de mediano y largo plazo, orientada a resolver el problema de la pobreza y la marginalidad social que constituye el mayor desafío que tiene por delante la Argentina.
Toda estrategia económica exige una sólida base de sustentación política y social. Esta condición implica hoy una convergencia entre los sectores populares, históricamente representados por el peronismo y expresados a través de las organizaciones sindicales y los movimientos sociales, con los sectores productivos tecnológicamente más avanzados e internacionalmente más competitivos de la economía, cuya principal manifestación, aunque por supuesto no la única, es el complejo agroindustrial argentino, uno de los tres más importantes a nivel mundial. Pablo Gerchunoff, un lúcido economista del radicalismo, bautizó esa confluencia con el ilustrativo nombre de «coalición popular exportadora».
Lo cierto es que la crisis política y la reformulación en ciernes del sistema de poder coinciden con una oportunidad histórica para la Argentina, abierta por un nuevo escenario global signado por el incremento de la demanda mundial de alimentos y el aumento del precio de la energía. Sólo un consenso nacional alrededor de un proyecto compartido puede recrear la confianza colectiva indispensable para convertir esa oportunidad en una realidad tangible. La definición de ese nuevo consenso supone, ante todo, enterrar el pasado como un asunto de discusión política.
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