(Por Fernando Marturet*)
El pasado lleva un índice oculto
que no deja de remitir a la redención.
Walter Benjamin
Diciembre siempre fue un mes marcado por la nostalgia de los años que se fueron, el calor y los preparativos para las fiestas. Yo me acuerdo de mi abuelo Mario Marturet y las historias que solía contar. Era un hombre profundamente comprometido con las personas, sus vidas, sus familias y la posibilidad de ayudarlas; acompañó muchas luchas. Tenía una vasta colección de historias, pero había una en particular a la que siempre volvía: el desalojo del paraje La Palmira.
Pasaron 60 años desde aquella Nochebuena teñida de fuego en La Palmira. Para mi abuelo, este desalojo no fue simplemente un acto de injusticia, sino un momento crucial en la historia de Corrientes, un episodio que simbolizó la lucha por la tierra y el arraigo en una provincia profundamente conectada con sus raíces rurales. Hablar de territorio no se reduce al espacio físico, sino a las personas que lo habitan. La provincia de Corrientes creció adaptándose a sus características geográficas y a las posibilidades de la siembra y la cría de animales. Así surgieron las primeras colonias que, con el tiempo, se fusionaron con el paisaje. De asentamientos a parajes, de pueblitos a ciudades, Corrientes siempre creció desde abajo.
En este camino estaba La Palmira, tierras ocupadas y trabajadas por familias campesinas. Hasta que en julio de 1964 un acuerdo entre los gobiernos de Corrientes y Francia, bajo la administración de Charles de Gaulle, cedió 7.950 hectáreas de campo en el Departamento de Itatí a 23 familias de inmigrantes franco-argelinos. Mi abuelo, apenas tuvo noticia de aquel convenio inconsulto, supo que la injusticia estaba en marcha. Presentó un pedido de informe exigiendo explicaciones, pero la suerte de La Palmira ya estaba echada.
La maquinaria del desalojo se puso en marcha sin oposición efectiva. Tractores y excavadoras de la Dirección Provincial de Vialidad destruyeron ranchos y cultivos. En su libro ¿Diputado, yo?, Mario escribió: “El gobierno, sin intervención judicial, por decreto 4392/64, ordena el desalojo del campo. Fui testigo del primer rancho aplastado y de su chacra saqueada por el personal encargado de la infame tarea”.
La escena fue devastadora. Las casas se derrumbaban bajo el peso de la maquinaria, dejando tras de sí el llanto de familias desamparadas. Ni siquiera las fechas festivas detuvieron el feroz avance. El 23 de diciembre, el desalojo alcanzó niveles impensados de crueldad: las viviendas, símbolo de esfuerzo y esperanza, fueron incendiadas, iluminando con llamas el cielo de Nochebuena. Mario regresó a Corrientes y narró lo sucedido a su hermano Raúl Marturet, sacerdote. Este último escribió una carta abierta publicada en el diario El Litoral titulada «Navidad en La Palmira», denunciando la injusticia y llamando a la comunidad a manifestarse.
Así terminó 1964, entre cenizas y sombras. Las familias desalojadas de La Palmira no solo perdieron sus hogares, sino también su arraigo. Poco después, la colonización franco-argelina fracasó estrepitosamente. Incapaces de adaptarse a la vida rural, los nuevos colonos abandonaron aquellas tierras tal como Mario había anticipado. El suelo, que había sostenido generaciones, quedó baldío y herido.
A pesar del paso del tiempo, las cicatrices de La Palmira permanecen vivas en Corrientes, una provincia donde la tierra cambia de manos con creciente frecuencia, favoreciendo intereses extranjeros. Según el Registro Nacional de Tierras de 2022, Corrientes es hoy la cuarta provincia con mayor cantidad de hectáreas rurales en manos extranjeras, sumando un total de 716.293 hectáreas. Mi abuelo, Mario Marturet, alertaba ya sobre esta realidad que, en sus palabras, “parece ignorar el arraigo de los correntinos y su historia”, mientras que las tierras que una vez sustentaron comunidades locales ahora están en manos de forasteros.
Los departamentos correntinos con mayores tasas de extranjerización coinciden con zonas de gran valor natural y biodiversidad, como el área de los Esteros del Iberá, donde el acceso a la tierra representa no solo una disputa económica, sino también una lucha por la preservación cultural y ambiental de la región. Ituzaingó, que contiene una parte de este importante ecosistema, tiene el 33.9% de sus hectáreas rurales en manos de intereses extranjeros. San Miguel y Concepción, ambos con extensos humedales, también exhiben niveles alarmantes de extranjerización, con más del 30% de sus tierras controladas por foráneos. La organización ambientalista Defensores del Pastizal alerta que la reciente derogación de la Ley de Tierras −un cambio impulsado por el Decreto de Necesidad y Urgencia del presidente Milei− abre la puerta para una mayor concentración de estas tierras en manos de multinacionales, un fenómeno que describen como “una invitación al saqueo de nuestros bienes comunes y el endeudamiento de nuestro futuro”.
Estos desalojos, que en apariencia son legales, deshumanizan al campesino tratándolo como un intruso en su propia tierra, despojándolo de sus medios de vida y arrebatándole, poco a poco, su identidad. Las comunidades locales, incapaces de resistir frente a los intereses y leyes que protegen a las grandes inversiones, continúan siendo desplazadas. La historia de La Palmira nos recuerda que la batalla sigue siendo urgente, y que lo que está en juego no es solo una cuestión de propiedad, sino de derechos humanos.
Uno de los proyectos centrales de Mario durante su tiempo como diputado provincial fue la reforma agraria, que se convirtió en su estandarte de vida. Para él, esta reforma iba mucho más allá de redistribuir tierras, era una propuesta integral y científica basada en el uso racional y humano de los recursos. Su visión no se limitaba a dividir grandes extensiones, sino a establecer un sistema donde la tenencia y el uso de la tierra respondieran a las necesidades del territorio y sus habitantes. “La tierra no puede ser un bien de renta, sino un bien de trabajo”, decía.
La reforma agraria buscaba limitar los latifundios y asegurar que las parcelas fueran lo suficientemente grandes para sostener a las familias de manera digna, sin caer en la improductividad causada por la fragmentación excesiva. El régimen de uso racional no solo garantiza la productividad, sino que protege el tejido social, evitando que la tierra se disperse por las leyes de herencia hasta el punto en que la subdivisión anule su productividad. Todo esto en el fondo es una cuestión de soberanía: no puede haber desarrollo nacional ni identidad cultural sólida mientras la tierra continúe concentrándose en pocas manos extranjeras o de grandes capitales.
En la historia oficial de Corrientes, no hay lugar para relatos como el de La Palmira, pero su eco persiste, repitiéndose en cada familia que es forzada a dejar atrás lo que con sus manos construyó. La navidad es buen momento para pensar el lugar de la historia que le dejamos al otro: al excluido, al empobrecido, al desterrado, al prójimo. Ese prójimo que los hermanos Marturet siempre tenían presente… Tenemos una deuda con la historia que no deja de resonar y, al no tener lugar en los libros, aparece en todos lados, como en las historias que un abuelo cuenta a su nieto. Si el desalojo pretende erradicar, nuestra memoria tiene el poder de sembrar. Un brindis por Mario, por Raúl, por las familias de La Palmira y por todos los relatos que aún necesitan seguir siendo contados. ¡Salud!
Diciembre 2024
Crónica basada en el Capítulo 6 del libro Diputado… ¿Yo? Recuerdos, relatos y opiniones de Mario Alfredo Marturet, publicado en 2018 en Corrientes
*Docente e investigador de conflictos sociales
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