Por Pascual Albanese
En las últimas 21 elecciones presidenciales realizadas en América, desde Alaska a Tierra del Fuego, en los últimos cinco años, desde 2018 hasta 2023, en 19 de ellas perdió el candidato del oficialismo y ganó uno de la oposición. Las únicas excepciones a esta regla fueron protagonizadas por Daniel Ortega en Nicaragua, que lo logró a partir de la inhabilitación de los principales candidatos opositores, y Santiago Peña en Paraguay, con la particularidad de que en la elección interna del oficialista Partido Colorado había aparecido como un candidato disidente que derrotó al postulante apoyado por el entonces presidente, Abdo Benítez.
Esta secuencia abarca las dos últimas elecciones presidenciales de Estados Unidos, cuando en 2016 Donald Trump le ganó a Hilary Clinton y en 2020 Joe Biden frustró el intento de Trump por su reelección, e igualmente de Brasil, cuando Jair Bolsonaro ganó en 2017 y fue derrotado luego por Lula en 2022. Lamentablemente, Cristina Kirchner no pudo desarrollar su visión de este fenómeno en su recientemente suspendida conferencia en Nápoles, titulada sugestivamente «La insatisfacción democrática», pero lo cierto es que la experiencia revela las crecientes dificultades que tienen todos los gobiernos electos, cualquiera sea su signo ideológico, para satisfacer las expectativas despertadas por su acceso al poder.
Con semejantes antecedentes no puede sorprender en absoluto la victoria de Javier Milei sobre Sergio Massa en la segunda vuelta electoral del 19 de noviembre, basada en la dicotomía entre oficialismo y oposición. Milei habría logrado encarnar esa alternativa la primera vuelta del 22 de octubre, cuando relegó al tercer puesto a Patricia Bullrich, candidata de Juntos por el Cambio. A pesar de su notable esfuerzo de campaña y de su propuesta de un «gobierno de unidad nacional», Massa no pudo separarse de su rol de Ministro de Economía y virtual «hombre fuerte» del gabinete de Alberto Fernández, o sea de parte de un gobierno cuyo fracaso patentiza el agotamiento del ciclo histórico de veinte años, iniciado con el ascenso de Néstor Kirchner en 2023.
La derrota de Massa es, en realidad, la derrota del oficialismo en general y en particular del «kirchnerismo». Los números son muy ilustrativos. Entre la primera vuelta del 22 de octubre y el balotaje del 19 de noviembre Massa aumentó su caudal en un 7 por ciento y Milei un 25 por ciento. Acumulados, ese 32 por ciento equivale al obtenido en la primera vuelta por Bullrich y por Juan Schiaretti. En consonancia con lo que sucede en el escenario regional, en las tres últimas elecciones presidenciales argentinas ganó un candidato de la oposición: Macri en 2015, Alberto Fernández en 2019 y Milei en 2023.
Pero la auténtica originalidad de este proceso electoral no residió en la derrota del oficialismo ni en el triunfo de un candidato de la oposición, lo que era un acontecimiento absolutamente previsible, sino en el fracaso de la opción opositora encarnada por Juntos por el Cambio, a la que todos los analistas políticos visualizaban como heredera de la debacle del Gobierno y del ocaso del «kirchnerismo», exhibida en las elecciones primarias del 13 de agosto y refrendada en la primera vuelta de octubre. Lo verdaderamente sorprendente entonces es que esa caída del oficialismo fuera acompañada por la derrota de lo que hasta entonces había sido su oposición. El fin del «kirchnerismo» como opción de Gobierno arrastró al «antikirchnerismo» como alternativa política.
El triunfo de Milei puso en marcha un caótico proceso de transición que culmina el próximo domingo, en coincidencia con la celebración del 50° aniversario de la restauración de la democracia. La historia nunca se repite. No se repite pero sí enseña. Por eso no es casual que Milei haya empezado su conversación en la quinta de Olivos con Alberto Fernández, que había sido funcionario de Domingo Cavallo en la década del 90, aclarándole: «Yo soy menemista, no como Macri, que es un poquito gorila».
La memoria de Menem está otra vez presente en la política argentina. Pero entre las múltiples analogías que pueden trazarse, con mayor o menor dosis de arbitrariedad, entre ambas experiencias sobresale especialmente una característica que parece signar al actual proceso de transición: la impronta pragmática de un Presidente electo que en las semanas transcurridas entre su victoria electoral y su asunción al Gobierno desorienta por igual a amigos y adversarios con decisiones impensadas hasta pocos días atrás.
Menem ganó las elecciones el 14 de mayo de 1989, pero la trasmisión del poder, prevista para el 10 de diciembre, se adelantó al 8 de julio. Lo que estaba programado como una transición de 155 días se acortó a 57. En ese interregno la Argentina saltó por los aires: la desintegración del poder político, el estallido hiperinflacionario y los consiguientes saqueos a los supermercados forzaron la renuncia anticipada de Alfonsín y una solución constitucional «sui generis», homologada por la Asamblea Legislativa.
En medio de esa situación de anarquía, el Presidente electo protagonizó lo que después definió como el «giro copernicano» que signó una década de la historia argentina. En semejante emergencia económico-social, la prioridad ineludible para un presidente peronista, cuya imagen pintoresca generaba una gigantesca desconfianza en el «círculo rojo» nacional e internacional, era ganar confiabilidad en los mercados financieros. Cuando la tasa de inflación del mes de julio trepaba al 196 por ciento (en el mes, no en el año), «combatir al capital» implicaba cavar la tumba de la Argentina.
El lunes 15 de mayo de 1989, cuando en el peronismo no se habían acallado todavía los ecos de la victoria, que suponía su retorno al poder luego de trece años de ostracismo, iniciado con el golpe militar del 24 de marzo de 1976 y continuado con el triunfo de Alfonsín en las elecciones de 1983, Menem se entrevistó con Álvaro Alsogaray. Esa misma noche Menem fue al «programa estrella» de la televisión argentina, que compartían Bernardo Neustadt y Mariano Grondona, máximos voceros mediáticos del «círculo rojo» de la época, para decir lo que ambos ansiaban escuchar: «Yo no tengo límites en el plano instrumental», una tajante definición de pragmatismo después ratificada en los hechos.
Mientras tanto, una catarata de versiones sobre designaciones de funcionarios y posibles medidas de gobierno intoxicaba los medios periodísticos. Eduardo Menem recuerda que en aquellas circunstancias se ganó el apodo de «Amanecer», porque «me pasaba el día aclarando». En la actualidad, Guillermo Francos y Diana Mondino parecen seguir su ejemplo.
Una enorme confusión rodeaba entonces la discusión sobre el armado del elenco de Gobierno. Una iniciativa de ocasión, urdida en medio del caos por un grupo de dirigentes peronistas, era un gabinete económico constituido a partir de un acuerdo con los llamados «capitanes de la industria», la denominación entonces utilizada para caracterizar a un núcleo de empresarios de la «Patria Contratista», integrado por un conjunto de hombres de negocios cuya prosperidad, que había comenzado a cimentarse durante el régimen militar y acrecentado con el «alfonsinismo», era el resultado de las licitaciones públicas que agrandaban el gigantesco déficit de las empresas estatales de las que eran proveedores.
En la imaginación de los autores de aquel proyecto, ese improvisado equipo económico tendría una cabeza política, que era Eduardo Bauzá, el principal operador político de Menem. Juan Bautista Yofre, quien se aprestaba para asumir la jefatura de la Side, cuenta una conversación en la que le comentó a Menem: «Si hacemos eso, vamos todos presos». Según ese relato, Menem se rió y rápidamente cambió de tema.
La alternativa técnicamente más solvente provenía de Domingo Cavallo, promovido por la Fundación Mediterránea, que en 1987 había sido electo diputado nacional por Córdoba al frente de una lista impulsada por José Manuel De la Sota, empeñado en la construcción de una alianza estratégica entre el peronismo y el sector productivo de la provincia. Cavallo estaba secundado por un equipo de notoria profesionalidad donde sobresalían algunas figuras actualmente muy mencionadas, entre ellas Juan Schiaretti, entonces un promisorio dirigente del peronismo cordobés exiliado bajo el régimen militar, y Guillermo Seita, un novel operador político.
En esas discusiones acaloradas realizadas en el búnker de Menem, con la televisión encendida que mostraba la evolución de los saqueos, la incesante remarcación de precios en los supermercados y la estampida del dólar, irrumpió el debate sobre si era conveniente o no apresurar la entrega del Gobierno. Cavallo sostenía que lo mejor era esperar hasta diciembre para que la crisis tocara fondo y el nuevo gobierno asumiera con un mayor margen de maniobra política para implementar una drástica política de ajuste fiscal y monetario. Los emisarios de Menem que hablaban con el equipo de Alfonsín, en especial con Enrique «Coti» Nosiglia y Rodolfo Terragno, opinaban que la situación ya era insostenible.
El laudo de Menem fue que ya era imposible seguir esperando. Descartó el criterio de «tierra arrasada» sugerido por Cavallo y aceptó en cambio la oferta de un plan «llave en mano» elaborado por los técnicos del grupo Bunge y Born, el consorcio agroindustrial más importante de la Argentina, sinónimo del «establishment» económico. La propuesta, que fue producto de un diálogo de Julio Bárbaro en el coloquio de Idea celebrado en Mar del Plata 1988, implicó la designación como Ministro de Economía de Miguel Roig, un ejecutivo del «holding» que, en una involuntaria demostración de la gravedad de la crisis, falleció víctima de un infarto agudo de miocardio a los cinco días de asumir la cartera, lo que obligó a su sustitución por su colega Néstor Rapanelli, quien estuvo a cargo hasta diciembre de 1989, cuando fue sustituido por el riojano Erman González, que allanó el camino para Cavallo y su Plan de Convertibilidad.
(Continuará en la edición del 11 de diciembre).
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