El día en que el subsuelo de la patria sublevado, selló un pacto de indestructible lealtad con su conductor, incólume en el corazón del pueblo descamisado y que toneladas de inquina oligárquica no han podido destruir.
Por Norberto Galasso y Fabián Mettler
No era la primera vez que grandes columnas de trabajadores ocupaban plaza de Mayo. Lo habían hecho decenas de veces, por lo menos desde finales del siglo XIX. Sin embargo, ese miércoles 17 de octubre de 1945 fue distinto. Los trabajadores no marcharon para repudiar la explotación capitalista que los agobiaba, sino para exigir la libertad de un hombre que estaba preso por defenderlos. «Sin galera y sin bastón lo queremos a Perón», vociferaba enardecida la multitud. No era para menos. Por esas picardías de la historia, un hombre que no pertenecía al movimiento obrero se había convertido en el mayor artífice de las conquistas obtenidas. Millones de trabajadores, en poco más de dos años, habían visto mejoradas sus condiciones de vida gracias a la política pro-obrera impulsada por el joven Coronel.
Como integrante de la Revolución de Junio de 1943, Perón tuvo la lucidez de interpretar los cambios económicos y sociales que se venían produciendo desde 1935. La segunda guerra mundial, al paralizar el comercio exterior, generó en la Argentina un desarrollo industrial inédito. Surgieron en el Gran Buenos Aires miles de fábricas que capitaneadas por una nueva clase de pequeños y medianos empresarios, multiplicaron abruptamente la mano de obra asalariada. En pocos años, más de medio millón de personas migraron del interior del país a Buenos Aires, atraídas por mejores condiciones de trabajo. Eran los «cabecitas negras», como despectivamente los llamó la clase dominante. Hombres y mujeres sencillos, que además de trabajar, pretendían vivir mejor y ampliar sus derechos.
Los gremios más importantes de ese tiempo, manejados en su mayoría por socialistas y comunistas, no supieron interpretar el momento. Eran por antonomasia los llamados a conducir a esa nueva masa de trabajadores, sin embargo perdieron su oportunidad histórica. Embanderados en cuestiones ajenas al país, quedaron atrapados en viejas consignas -moneda sana, divorcio, libre importación, aliadofilia, antifascismo- que no representaban el sentir de la nueva clase trabajadora. Lo mismo le ocurrió a la UCR Desde la muerte de Hipólito Yrigoyen el partido fue arreando sus banderas. El liberalismo oligárquico, con su virulenta campaña antifascista terminó por deglutir a sus mejores dirigentes. En 1945, los obreros estaban huérfanos y a la búsqueda de un liderazgo. Eran, como en la obra de Luigi Pirandello, personajes en busca de un autor.
La Revolución del 4 de Junio de 1943, encabezada por el sector nacionalista del ejército, había puesto fin a la década infame, un período signado por la corrupción, el fraude y la sumisión al imperio británico. Pese a los enfrentamientos internos y a las presiones externas, los militares revolucionarios habían logrado mantener la neutralidad frente a la guerra. Y si bien fueron reaccionarios en lo cultural-educativo, tomaron medidas muy positivas para paliar la crisis y defender el mercado interno. El golpe juniano impidió, además, la consagración fraudulenta de Patrón Costa, significando así el fin de la oligarquía en el gobierno.
Entre los revolucionarios emerge pronto la figura de Juan Domingo Perón. Carismático, perspicaz, bonachón, el coronel tiene una gran capacidad para asimilar experiencias e ideas. Integra el GOU (Grupo de Oficiales Unidos), aunque no comparte la germanofilia de algunos camaradas. Al contrario, su pensamiento denota una fuerte influencia del nacionalismo popular-democrático, de ascendencia forjista. Línea que se irá acentuando en 1944, cuando converse diariamente con Arturo Jauretche. El coronel Perón es un excelente oficial, con gran prestigio intelectual y cuartelero. Pero también tiene ideas políticas. Sabe que la guerra, al desarrollar una industria local sustitutiva, cambiará de cuajo la economía argentina y que en esa nueva etapa los trabajadores serán los protagonistas. Asimismo, comprende que ante la ausencia de una burguesía nacional es necesario desarrollar un estado moderno y fuerte que intervenga en la economía sin cortapisas. Su singular talento y las lecturas de José Luis Torres, Scalabrini Ortiz, y de los Cuadernos de Forja, le han indicado el camino.
En poco tiempo su figura se ha vuelto la más importante del gabinete juniano. Pasó de ser Secretario de Guerra a ocupar el Departamento del Trabajo, que luego convirtió en Secretaría de Trabajo y Previsión. Desde allí comienza su paciente labor de escuchar a los dirigentes obreros y a resolver sus conflictos. Los trabajadores van progresivamente obteniendo vacaciones pagas, jubilaciones, aguinaldo, gracias a la febril actividad del Coronel. Sus decisiones, audaces e innovadoras, si bien generan simpatías en la clase obrera irritan al resto de sus camaradas que ya empiezan a verlo con malos ojos. «Yo había sobresalido dentro del Gobierno a causa del viraje social que había dado la Revolución de 1943 -dice Perón en Yo, Juan Domingo Perón-. Ello me atrajo indudablemente el apoyo de las masas, pero también la oposición de muchos de los que formaban parte del gobierno militar que no compartían mis ideas, ni las entendían. Al fallarme el apoyo militar, decidí retirarme».
Efectivamente, el 8 de Octubre de 1945 se produce un motín en Campo de Mayo que exige la renuncia del Coronel Perón. La excusa: ha nombrado a Nicolini en el Correo por influencia de Evita. No son muchos los amotinados y hay suficiente fuerza leal para reprimirlos, pero el Presidente Farrell se niega a hacerlo; Perón también. Ninguno de los dos quiere derramar sangre. Al día siguiente presenta su renuncia a todos los cargos (Vicepresidente, Ministro de Guerra y Secretario de Trabajo y Previsión). A partir de allí se precipitan los acontecimientos.
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