Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
El bien absoluto del hombre es amar a Dios.
Jesús es consciente de su condición divina y no evita reconocer públicamente su igualdad con el Padre y con el Espíritu Santo.
Como hombre se sabe enviado y como Dios se reconoce igual al Padre que lo envía y al Espíritu. Sabe que el bien del hombre es amar a Dios sobre todas las cosas. Reclama, desde el seno trinitario, ese amor absoluto a sus discípulos: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí» (Mateo 10, 37).
La garantía del verdadero amor a nuestros familiares y amigos es el amor a Dios. Quien ama a Dios, ama bien a quienes debe amar.
Se dan verdaderas aproximaciones en algunas expresiones de amor entre las personas. Es preciso reconocerlas y promoverlas. No obstante, constituyen pálidos acercamientos al ideal del amor. Jesús viene a proponernos amarnos como Él nos ama (como Dios nos ama). Las débiles expresiones y algunas lamentables deformaciones del amor auténtico, indican que no sabemos amarnos, porque no hemos llegado a amar a Dios.
- Una versión distorsionada del amor.
Al emplear el término «amor», en las diversas ocasiones de la vida, no hacemos más que dejar aflorar nuestro principal anhelo. Nuestra vocación se consustancia únicamente con el amor.
El pecado ha deformado su contenido de verdad, u ofrece una versión distorsionada del mismo. Cuando Cristo aparece, el amor recobra su original sentido. Él lo personifica: «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Juan 15, 13). Su estremecedora inmolación en la Cruz es la suprema prueba del amor divino. El amor que no sea la realización del amor de Dios, que Cristo encarna a la perfección, no es amor. ¡Qué lejos estamos de ese ideal!
El egoísmo es lo contrario al amor. El culto a las propias y solitarias satisfacciones se ha expandido como reguera de pólvora. Hoy aparece adherido a la vida, y es entendido como natural en el comportamiento humano corriente. Ciertamente, el pecado aparece como una propiedad de la naturaleza humana.
La revelación divina, que Cristo transmite y personifica, deja al descubierto esa calamitosa anomalía.
El pecado deforma la identidad que el Creador ha otorgado a sus criaturas racionales. Por ello, el pecado es esencialmente antihumano.
- Bautismo y representación de Cristo.
El cristiano confiesa públicamente su fe en Cristo. Su vida debe manifestar su total identificación con el divino Maestro.
La fe no es producto de una abstracción intelectual o emotiva. Cristo está presente en el creyente para el mundo, y lo está en los más pequeños y humildes para el creyente.
La recompensa de quienes lo reciben a Él, en los Apóstoles y Profetas, por ser lo que son, será la misma que ellos merecen: «El que los recibe a ustedes, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe a Aquél que me envió. El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá la recompensa de un justo» (Mateo 10, 40-41).
Es admirable, y muy precisa, la identificación que se produce, mediante la Encarnación, entre el Hijo de Dios y los hombres. No se da únicamente con los más virtuosos, sino con todos los que están necesitados de la misericordia de Dios. El concepto: «necesitados», comprende a todos los hombres, sin excepción.
Quienes hoy, gracias al Bautismo, representan a Cristo, deben exhibir los mismos sentimientos de misericordia y cercanía que su representado. Una indelegable misión, sumida hoy en la inconsciencia de innumerables bautizados.
- Respuesta sincera a una pregunta difícil.
¿Quiénes, entre los centenares de miles que han recibido el Bautismo, tienen conciencia de representar a Cristo? ¿Son cristianos los bautizados? Pregunta incisiva y difícil, en espera de una respuesta honesta.
En la práctica de nuestra fe, es preciso que nos preguntemos, con sinceridad, hasta qué grado Cristo se refleja en nosotros para quienes constituyen hoy nuestro entorno familiar y social.
* Homilía del
domingo 2 de julio
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